viernes, 22 de octubre de 2010

PRESENTACION DE LOS 4 ENSAYOS SOBRE UNA SOCIEDAD EN DECADENCIA DE ARTURO GONZALEZ COSIO


Es para mí muy honroso compartir con Arturo González Cosío la presentación de estos ensayos que encierran mucho de su experiencia humana y política.

No he querido hablar de ellos desde el punto de vista del análisis sociológico, porque hay aquí más calificados para hacerlo. Prefiero pues bordar mi intervención a manera de homenaje, partir de las vivencias que con Arturo he compartido y nos han hermanado, porque eso es lo que mejor explica mi presencia aquí. Mi asociación con el autor: su activa militancia henriquista, su militancia en la oposición en el partido que quiso llevar a la presidencia al general Miguel Henríquez Guzmán allá por los 50, y mi prematura militancia en un henriquismo tardío, un henriquismo ya sin el general pero con los mismos ideales, en los 80, que me llevó a conocer y a tratar a González Cosío; a compartir muchas mañanas y muchas tardes analizando el episodio, orientándome él en su comprensión, ayudándome en la elaboración de mi último libro, desentrañando juntos el misterio de una más de nuestras tantas fallidas luchas por la democracia.
México ha sido un país adonde abundan los movimientos hechos en nombre de la democracia, muy seguramente porque casi nunca la hemos tenido. Si repasamos nuestra historia, toda ella es la sucesión de esa lucha y del enfrentamiento al parecer interminable, entre dos bandos: el de los ganadores y el de los perdedores. El de los que queremos la democracia y el de aquellos a quienes les estorba.
Dicen que una prueba del grado de madurez política de un pueblo es que, pasadas las contiendas y las elecciones, no hay ganadores y perdedores y se da vuelta a la hoja. Aquí esto ha sido imposible, es imposible, porque como el que gana no lo hace a la buena, como no hay competencia justa ni leal ni honesta, y mucho menos limpia, los perdedores no se pueden prestar a una reconciliación, y los que lo hacen es casi siempre a un altísimo costo porque los ganadores los quieren doblegados, arrepentidos, utilizables. Porque dialogar aquí, negociar y sentarse a la mesa para tener acuerdos, siempre ha equivalido a doblar las manos, a transigir y a traicionarse a sí mismo. Y cuando no es así, los perdedores simplemente son borrados del mapa político. Cuesta mucho trabajo sostenerse dignamente en la oposición.
Pues bien, esto es algo que admiro en González Cosío. Cómo sobrevivió al henriquismo, a una militancia apasionada, entregada, comprometida y a la desilusión de la derrota, el no ver a su candidato sentado en la silla presidencial. Y lo pudo hacer, pudo sobrevivir a todo eso, gracias, en buena medida, a que jamás dejó de hacer política y a que al parejo, volcó su talento y su afán en el estudio, en la academia. No para aislarse en su torre de marfil sino labrando su humanidad a partir del entendimiento de la realidad humana y del cultivo de la poesía. Raro giro de un personaje que organizaba mítines y agitaba conciencias, que planeaba motines y jamás hubiera titubeado para hacer de él mismo un héroe.
Es que pertenece González Cosío a una generación de rebeldes. Nada menos que a la generación del Medio Siglo de la UNAM, la de los años 50 del siglo pasado. Rebeldes que cada uno en su medida y desde sus muy personales intereses y proyectos, soñaron con un México muy distinto al que tenemos hoy. De ella salieron presidentes y varios presidenciables, talentos notables, estudiosos profundos y hasta, lamentablemente, un verdadero héroe. Hablamos de 1953 para ser precisos. Me refiero a Marco Antonio Lanz Galera. Apenas egresado, era el abogado de los henriquistas. Y no se daba abasto pues la represión era cosa corriente, pan de todos los días. No escogí la palabra pan casualmente. Lanz Galera, combativo, temerario, recorría las cárceles, las públicas y las clandestinas, la que estaba en Miguel Schultz y los separos de la DFS en la Plaza de la República, buscando desaparecidos y amparando a los detenidos. Era pues, a sus 24 años, un ciudadano incómodo. Una tarde, cuando iba a interponer un amparo en protección de correligionarios presos, fue secuestrado por agentes de la Federal, lo pasearon en un carro, lo balacearon y después de un rato en que lo dejaron desangrándose, pensando que su muerte era inminente, lo tiraron en la calle. La cruz roja lo recogió y alcanzó a hablar. Denunció a sus agresores, dio los nombres de cada uno… y murió. El crimen político saltó a las planas de los diarios convertido en vulgar riña de borrachos. Así se las gastaban en ese tiempo. Y desde luego los responsables jamás fueron consignados. Se impuso el silencio como consigna y nadie quería hablar para no contrariar al gobierno.
Y González Cosío, henriquista como Marco Antonio, amigo de él pero además editor de la revista de la Facultad de Derecho, se empeñó en publicar una nota luctuosa por el compañero caído cuando nadie quería que se tocara el asunto. Se empeñó, forcejeó y reclamó. Y finalmente salió casi a fuerza el texto.
Eran tiempos en los que decir algo contrario a la “verdad” oficial, ser opositor del gobierno se pagaba con la vida. A los disidentes se les tachaba de “traidores”, de “peligrosos”, y se les encarcelaba o se les desaparecía mediante el clásico “carreterazo”: los secuestraban, los paseaban en un carro, los mataban a balazos y terminaban arrojándolos como fardos en la carretera.
¿Cuántas veces tuviste tú también, Arturo, que eludir a los agentes, cuantas veces estuviste a punto de ser aprehendido o en riesgo de morir? Porque eras líder y eras organizador de masas.
Lo más doloroso del henriquismo, de cualquiera de los movimientos democráticos de nuestro país, es lo que le pasa con esos jóvenes líderes; con los ciudadanos anónimos, con los que siguen al candidato, desde los que están en el primer círculo hasta aquellos que se pierden en las filas de los cientos, miles de seguidores.
Todo movimiento popular pasa por un momento estelar. Es casi mágica la manera cómo, cuando surge el gran hombre, van congregándose en torno suyo muchos hombres y mujeres dispuestos a todo por él. Es en estos momentos que afloran los sentimientos más limpios, las esperanzas. Y sin embargo, cuando sobreviene el momento de prueba, cuando se pasa por la experiencia de la derrota, todo eso se convierte en desesperanza y frustración, y es aquí donde la mayoría naufraga. Por decepción, por amargura o porque los vence la realidad, que es como los pragmáticos le llaman a la sobrevivencia a costa de los ideales.
A mí siempre me ha inquietado, cuando he estudiado el fenómeno de los movimientos democráticos de nuestro país, lo que ocurre en torno al gran hombre, la generación que lo rodea; esa que se queda huérfana en su apuesta, en su compromiso, y con frecuencia se pierde en el mar de pasiones, oportunismos y deslealtades.
En un país adonde no se hace lo que se quiere, mucho menos lo que se debe, la verdad es que sólo sobreviven los más consistentes, los tenaces; pero sobre todo los que no se dejan comprar y mediatizar. Nada hay peor que los rebeldes “que maduraron”, los opositores “responsables”, esos siempre dispuestos a negociar en favor del poderoso en turno, muy útiles para desalentar nuevas rebeldías y obstaculizar a la verdadera oposición.
Arturo no fue, para fortuna nuestra, uno más de los muchos caídos del henriquismo. Tampoco de los que callaron o se retiraron decepcionados. Arturo fue, sin renegar de sus ideas, de los pocos que siguieron participando en la vida pública.
Para aquellos que dicen que la política sólo es para los abyectos y los vendidos; para aquellos que afirman que sólo se puede ganar concediendo y cediendo, transigiendo con el poderoso, Arturo es la prueba más palpable de lo contrario.
Siendo verdad, como lo es, que nuestro tipo de régimen suele premiar el silencio y la compraventa de los principios, la falta de dignidad y el oportunismo, eso no explica sino el por qué no han llegado al poder los mejores, ni los más aptos, ni los más preparados ni los más honrados. Pero afortunadamente no es eso lo único que hemos tenido.
Por fuerza de su experiencia, de sus vivencias, el retrato de nuestra realidad que hace González Cosío es crudo ciertamente. A veces pudiera parecernos hasta cruel. Y sin embargo no es ni de lejos una invitación al pesimismo. Un hombre como Arturo, que confía y que cree en el hombre y en sus posibilidades, no puede ser un vocero de la desesperanza. Antes bien, lo que él nos viene a plantear en este compendio de ensayos es el tamaño del reto que tenemos, en nuestra dimensión nacional, sí; pero también en nuestra dimensión humana más amplia, en lo que respecta al mundo que tenemos.
He querido hacer una evocación del pasado como pretexto para entender esta obra de Arturo, porque soy un firme creyente en la necesidad del conocimiento de nuestra historia. Pero soy consciente de que no basta con eso. Es menester que al tiempo que entendemos la historia se dé paso también a nuevas prácticas y se construyan nuevos paradigmas y códigos de conducta para que no sólo tengamos estatuas de héroes sino muchos más émulos de esos héroes caminando en las calles, en la lucha diaria, en la vida pública, haciendo su parte en la construcción de otras, mejores realidades.
Y la política tiene que volver a ser eso que nunca debió dejar de ser: la habilidad de hacer posible lo que parece imposible. ¿Por qué conformarnos con una definición menor? Esa es pues la gran tarea de la presente generación.
Si la abyección, la intriga y el maquiavelismo mal entendido nunca han sido el camino, mucho menos lo puede ser hoy.
Lo que trato de decir es que los manipuladores de la realidad, los obsesionados con el poder, los especuladores que quisieran enterrar los ideales, los grandes farsantes que en nombre del realismo cancelan toda esperanza, esos no pueden ser ya los paradigmas de la política mexicana.
Hay un poema de Kipling que los henriquistas tenían como su “credo”. El “If“ cuya mejor traducción, para mi gusto, es de Efrén Rebolledo. Encaja muy bien en la vida y la obra de González Cosío. No lo voy a leer todo porque es muy largo y además muy conocido. Sólo la parte que, creo, lo describe mejor:

Si sueñas, pero el sueño no se vuelve tu rey;
si piensas, y el pensar no amengua tus ardores;
si el triunfo y el desastre no te imponen su ley
y los tratas lo mismo como a dos impostores;
si puedes soportar que tu frase sincera
sea trampa de necios en boca de malvados,
y mirar hecha trizas tu adorada quimera,
y tornas a forjarla con útiles mellados.


Si entre la turba das a la virtud abrigo;
si marchando con reyes del orgullo has triunfado;
si no puede herirte ni amigo ni enemigo;
si eres bueno con todos, pero no demasiado,
y si puedes llenar los preciosos minutos
con sesenta segundos de combate bravío,
tuya es la tierra y todos sus codiciados frutos,
y lo que más importa, serás Hombre, hijo mío.

Sí, porque primero que político se debe ser hombre. Lo que es más no se puede ser político sin antes ser hombre. Es decir ser humano; hombre o mujer, ya que no hablo en el sentido genérico. Esa es la gran lección de vida que nos deja Arturo. Y que sin esa humanidad, la política no pasa de ser mera expresión de un afán de dominio territorial que no se diferencia en nada del que los animales tienen.
Un atributo del ser humano es que puede soñar y tiene la capacidad de convertir sus sueños en realidad. No importan los límites ni las limitaciones, tampoco las restricciones ni las amenazas a la creatividad que los mediocres de siempre le impongan.
No tenemos por qué tolerar amanecer todos los días con la noticia de más cabezas cortadas, de más familias ametralladas y conformarnos con la imagen de un ejército patrullando como si de verdad estuviéramos en guerra. No tenemos porqué tolerar el cinismo de una realidad intolerable, ese es el clamor de González Cosío. Contamos con las armas para cambiar las cosas. No necesitamos armas de hierro y pólvora. Las armas del pensamiento, las armas de la inteligencia, de la palabra, son mil veces más poderosas cuando son usadas por manos honestas. La realidad está ahí para que la cambiemos, no para someternos a ella como si fuera un sino fatal o inamovible. Ni siquiera para adecuarnos a ella. El hombre es hombre por su capacidad de salir del lodo y llegar hasta las estrellas, por pasar de ser un simple renacuajo a desarrollar la mente autoconsciente. El ejemplo de cruda realidad que nos da Arturo en cada ensayo es, a la vez, un llamado a que reaccionemos, una especie de bofetón reanimante para cambiar esa crudeza en algo que sea digno de vivir. Y conste que él lo aprendió atravesando la vida en medio de realidades muy crudas, y depurando su pensamiento esquivando las flaquezas y las miserias, pero sobre todo las grandes tentaciones que rodean al poder.
Eso fue lo que lo salvó y lo salva de los vaivenes de la política. Vale la pena intentarlo. Por eso estos ensayos son una invitación, más que eso, son una incitación.


Intervención de Francisco Estrada en el
Club de Periodistas de México, 12 de Octubre de 2010.

EL DEBATE SOBRE ITURBIDE… Y EL CONCEPTO DE “UNIDAD”


Continuando con la valoración de nuestros héroes y de los hechos decisivos de nuestra historia, toca el turno al personaje favorito de los conservadores y la derecha mexicana para justificar su proyecto de nación: Agustín de Iturbide.


Dicen ellos que a Iturbide se debe la independencia, el que seamos un país y más aún, una tradición, la conciliación nacional, que sin embargo siempre ha sido el argumento de la reacción para frenar los grandes cambios sociales.

Me refiero a ese que algunos identifican falsamente como el acto fundacional de la nación mexicana: el abrazo de Acatempan, es decir la alianza entre los insurgentes comandados por Vicente Guerrero y los realistas jefaturados por Iturbide. Una estrategia que luego repetirían los conservadores para evitar las reformas liberales. Y Porfirio Díaz para establecer su dictadura y más recientemente de los gobiernos priístas para detener la Revolución Mexicana.

Es importante dilucidar todo esto, la manera como se ha usado y abusado del concepto de “unidad” porque a partir ahí podemos establecer también qué país tenemos y, sobre todo, qué país queremos.

Pero vayamos por partes. Para empezar, ¿quien era Iturbide? La encarnación del vividor y oportunista. Baste decir que independientemente de que nunca simpatizó con la causa libertaria (se negó a colaborar en el alzamiento de Miguel Hidalgo, quien le ofreció la banda de teniente general si se unía a sus filas), entre 1813 y 1814 fue acusado por otros altos oficiales del ejército español de aprovechar la guerra, e incluso sostenerla, para sacar beneficios económicos para sí mismo, a través de operaciones fraudulentas como el tráfico de cereales. Las denuncias acumuladas en su contra, sumadas a nuevas protestas de los comerciantes de Guanajuato fueron tales, que obligaron al Virrey Félix María Calleja a destituirlo en 1816, acusado de malversación de fondos y abuso de autoridad… Aunque acabó siendo absuelto por mediación de un amigo suyo que era auditor real, retirándose por un tiempo a sus propiedades en Michoacán para luego establecerse en la Ciudad de México.

Pasó entonces un hecho que cambió su suerte: el triunfo de la revolución liberal de Rafael del Riego en España en 1820 que desencadenó en la Nueva España varios temores: por un lado, que se aplicaran las medidas liberales que estaban impulsando los diputados en las Cortes de Madrid; por el otro, que los independentistas aprovecharan el restablecimiento de la constitución liberal española de 1812 para obtener la autonomía del virreinato, ambas cosas en detrimento de los sectores conservadores, así que estos últimos empezaron a reunirse bajo el patrocinio del alto clero novohispano en la iglesia de la Profesa para idear un plan salvador.

Era un importante grupo de comerciantes y burócratas, personajes de la nobleza, militares, oidores y propietarios adinerados. Y estaban encabezados por el canónigo Matías de Monteagudo, el mismo que dice Martín Moreno es “el verdadero padre de la patria” porque convenció al Virrey Juan Ruiz de Apodaca para que sacara del retiro a Iturbide y lo nombrara Comandante General del Sur con la secreta misión de llegar a un acuerdo con los rebeldes. No querían la independencia, querían evitar que se jurara la Constitución liberal en la Nueva España. Es decir, proclamar “la libertad” de España pero no para provecho del pueblo sino únicamente de las clases altas, para conservar íntegros sus fueros, privilegios y riquezas. Es decir, para que nada cambiara.

Tal es el origen del Plan de Iguala que dio pie a la primera alianza entre el agua y el aceite de ese tiempo, entre insurgentes y realistas. Pues una vez nombrado por el Virrey, Iturbide marchó al sur con sus tropas, supuestamente para combatir al general Guerrero, pero con la secreta encomienda de convencerlo para unirse al plan que en apariencia conciliaba tanto los intereses y posiciones de los liberales como de los conservadores.

Sólo que el grito “¡Mueran los gachupines!” de Hidalgo tenía una razón de ser. Es un grito de independencia sí, pero era, sobre todo, un grito de reivindicación social porque era producto del abuso de un sector privilegiado que acaparaba los puestos y las riquezas, y en nombre del “derecho de sangre” relegaba y sometía a los ciudadanos no peninsulares, y hasta los despojaba sin ningún miramiento. Lo que quería hacer Hidalgo, en suma, no era sólo un movimiento de liberación de España, una mera independencia política. Era una revolución social. Y por eso no solamente hablaba ya de un régimen republicano, contrario a la monarquía, sino que sus primeras disposiciones fueron la abolición de la esclavitud y la reforma agraria, este último un acto de reivindicación en realidad porque implicaba la devolución de las tierras a sus verdaderos propietarios, los indios.

El grito, en cambio, de “Unión, Independencia y Religión” de Iturbide revestía las características de un engaño, pues en nombre de él se estaban saboteando -y aplazando- las verdaderas causas de la lucha, se aseguraba la continuidad de la monarquía -ejercida de manera directa por la corona española o por interpósita persona-, y con ella la continuidad del sistema virreinal. Toda la historia de México ha sido eso: la historia de las luchas del pueblo por asegurarse el derecho al autogobierno, a la república, a las libertades, al usufructo de sus recursos y bienes naturales. Y también, toda la historia de las clases privilegiadas, de los conservadores, ha sido sabotear una y otra vez cada uno de esos intentos.

Pero Iturbide hizo gala de sus dotes de seducción, algo que todos le reconocen, y convenció a Guerrero de que había que aliarse: ¿No compartían el objetivo común de acabar con la dictadura de la corona española? Esa era la ganancia… aunque el costo fuera ceder en ciertas partes del programa independentista, todo valía la pena en aras del bien superior logrado: la libertad del país. Ya habría tiempo de lo demás, para más adelante. Y lo convenció. El hecho es que no resulta casual que al final el Acta de Independencia no lo haya firmado un solo insurgente. Puro peninsular privilegiado. Y tampoco que Iturbide presidiera, él sólo, la entrada del ejército triunfante a la Ciudad de México. Y que el primer gobierno “independiente”, la Junta Provisional Gubernativa, la integraran, también, puros monarquistas: oidores, canónigos, militares, hacendados. Ningún independentista.

Era la independencia pues, pero no la paz. Se ha criticado mucho el que durante toda la primera mitad de nuestra vida independiente nos la hubiéramos pasado en guerra, golpes, asonadas, revueltas… cuando en realidad toda esa inestabilidad tuvo una muy profunda razón de ser: cumplir con lo que ya bosquejaba Hidalgo desde el inicio de la lucha; cumplir los “Sentimientos de la Nación de Morelos, la Ley de Apatzingán; hacer pues la verdadera independencia; en síntesis, implantar el liberalismo en México y que tuviéramos un gobierno popular. Una empresa que se llevaría más de 30 años.

Y por cierto que no fue Iturbide el que la empezó. Fue Guerrero, ya siendo presidente, 7 años después de consumada la independencia. Las primeras disposiciones agrarias, los primeros intentos de dar al pueblo educación gratuita, las primeras disposiciones sobre los bienes eclesiásticos, los hizo él. Fue Guerrero quien proclamó la forma de República Representativa Popular Federal; quien hizo realidad el decreto de abolición de la esclavitud de Hidalgo y quien terminó la expulsión de los españoles.

Sí, porque para que la nación mexicana pudiera existir, tuvo que cumplirse también con esa aparte del grito de Hidalgo: eliminar a los gachupines, no matándolos pero sí expulsándolos a todos del país.

Suficientes lecciones que, aunque parecieran lejanas, nos pueden dar la pauta para entender muchas cosas del presente. Y todavía hay quien quiere “reivindicar” el nombre de Iturbide y colocar su nombre con letras de oro en el Congreso. Lo peor es que ésta última iniciativa no es de la derecha, no proviene ni del clero ni de los conservadores, sino de un diputado de izquierda. ¿Será que a eso le llaman la izquierda “moderna”?

Publicado en Unomásuno, 19 de octubre de 2010.

VARGAS LLOSA, CARDENAS Y EL PASADO ROSA DEL PRI

Hablando de Mario Vargas Llosa, hace sólo unas semanas, evidentemente sin saber que sería distinguido con el Premio Nóbel de Literatura de este año, el senador Francisco Labastida advirtió que la mayor parte de los juicios del escritor acerca del PRI eran erróneos: “Le ganan sus simpatías políticas –decía-, su ideología absolutamente conservadora, de derecha, y eso le impide ver que el partido ha tenido gobiernos muy diferentes.”


Acababa de decir Vargas Llosa con motivo de su designación como doctor honoris causa por la UNAM que sería una pena el regreso del PRI, y Labastida explicaba que uno de los errores del escritor era ignorar que a ese partido habían pertenecido Lázaro Cárdenas y también Carlos Salinas, es decir que “no es un PRI uniforme a lo largo de los años” por lo que “un juicio objetivo tendría que reconocer que dentro del mismo PRI ha habido lo que Daniel Cosío Villegas llamó los estilos personales de gobernar.” Y terminaba reprochándole que insistiera en afirmar que durante los 70 años de gobiernos priístas se vivió “una dictadura perfecta”.

Para empezar, no estoy de acuerdo con eso de los estilos. Yo hablaría más bien de los objetivos o las prioridades de cada gobernante. Ese es el punto: cómo, en un mismo partido, pudieron coexistir un hombre como Cárdenas con alguien como Salinas (mencionaría también a Echeverría y a Alemán pues aquél no es el único caso), y creo que se equivoca el senador Labastida en algo fundamental, en que lo único que varió en estos hombres, más que el estilo “personal”, fueron sus prioridades. Y esa es precisamente la explicación del porqué la del PRI fue una dictadura perfecta.

Lo fue, sin duda, porque si bien efectivamente Cárdenas tuvo fines y objetivos muy distintos a los de Salinas, éste último pudo en gran medida hacer lo que hizo porque contó en su favor con los recursos y características que le dio Cárdenas al régimen priísta. Sí, porque el estilo de Salinas no difirió en casi nada del usado por Cárdenas, y lo aclaro: el mismo toque autoritario con que el “Tata” cobijó su política progresista, su defensa del sindicalismo, del agrarismo, de los recursos naturales, lo usó Salinas para trabajar exactamente en sentido inverso, para vulnerar el sindicalismo y el agrarismo, entregar nuestros recursos y revertir de hecho la obra del cardenismo. Antes que él, igual lo hizo Miguel Alemán y Gustavo Díaz Ordaz, mientras que Ruiz Cortines y Echeverría trataron de parecerse más al gobierno de Cárdenas, lo cual el propio Cosío Villegas explicaba muy acertadamente como “el efecto del péndulo”, es decir la posibilidad que cada 6 años tenían los gobiernos priístas de dar un viraje de 180 grados con respecto al que les había antecedido.

Pero sucede que precisamente por eso, Cárdenas llegó a declararse varias veces insatisfecho con su militancia priísta y cuestionó abierta y públicamente a su partido. No llegó al extremo de romper con él. Pero sí dijo, por ejemplo, que “medio siglo de experiencia (lo decía esto en 1970) han hecho obvio que la ley suprema de la República, la Constitución, puede esgrimirse con distinto espíritu, no tanto por su interpretación subjetiva como por los intereses que se hacen representar en el poder con más fuerza. Y es inútil ignorar que de tiempo atrás los intereses conservadores han adquirido señalada influencia debido a la aceptación tácita de la tesis, falsa por incompleta, de que para repartir la riqueza hay que producirla primero”.

Por lo mismo, ya desde ese tiempo Cárdenas consideraba “necesaria la reestructuración del PRI” y llegó a asegurar que “la Revolución está en deuda con el pueblo mexicano, pues el peligro de que sectores retardatarios y contrarrevolucionarios intentaran apoderarse del poder venía obligando a controlar en cierta forma la libre expresión del voto popular; pero la madurez que ha alcanzado nuestro pueblo nos impele a reconocer que ha llegado el momento de renovar nuestros sistemas electorales”. Esto lo dijo el 3 de abril de 1957. Y años después, en lo que se dio a conocer como su “testamento político”, dejó escrito esto acerca de sistema priísta: “Es necesario, a mi juicio, completar la no reelección con la efectividad del sufragio pues la ausencia relativa de este postulado mina los saludables efectos del otro; además, debilita en su base el proceso democrático, propicia continuismos de grupo, engendra privilegios, desmoraliza a la ciudadanía y anquilosa la vida de los partidos”.

Algo, por cierto, que no difiere en mucho de lo dicho por Vargas Llosa.

Cárdenas llegó tan lejos como intentar sustituir al PRI, o al menos forzarlo a la competencia con otro partido “auténticamente revolucionario”. Y por eso en 1952 fomentó la creación de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM) que, como recordaba José C. Valadés, fue la respuesta de la corriente cardenista a las desviaciones del alemanismo, un partido político alterno al PRI, capaz de defender y garantizar el cumplimiento de la Constitución pero sobre todo de recrear el “Frente Popular” que había sido el PRM. Según Gustavo De Anda, Cárdenas le puso ese nombre –FPPM- porque su idea era organizar un “Partido Obrero” y un “Partido Agrarista” –en realidad, los originales sectores que habían constituido el PRM- y junto con ellos el “Partido Socialista”, para formar entre todos una “Federación de Partidos” comprometidos con la Revolución Mexicana.

Pero sucede que quienes inauguraron el sistema de imposición del presidente no fueron los sucesores de Cárdenas. Todo empezó con la creación del abuelo del PRI, el PNR, y presidentes impuestos –y cuestionados- fueron los dos candidatos penerristas Pascual Ortiz Rubio y el propio Cárdenas; y a Cárdenas se debe que también haya llegado al poder en medio de cuestionamientos el único candidato que tuvo el padre del PRI, el PRM, Manuel Avila Camacho y, bueno, desde el primer presidente surgido del PRI –Alemán- hasta el último –Ernesto Zedillo- no se salvaron de señalamientos de haber llegado a la presidencia mediante elecciones manipuladas. O por lo menos “inequitativas” como reconoció Zedillo en 1994.

Y Cárdenas mismo, a pesar de su discurso crítico, legitima todas las elecciones priístas. En 1952, en medio de un ambiente de tensión por encendidos reclamos de fraude de los henriquistas que ostentan el padrinazgo cardenista, el “Tata” se reúne con el presidente Alemán, le da un abrazo, desmiente las versiones de fraude y deja huérfana a la oposición. Lo volverá a hacer en 1958 y 1964. Este ultimo año, contradiciendo incluso su militancia en el Movimiento de Liberación Nacional y estar comprometido en un esfuerzo de unidad de la izquierda. Se habla una vez más entonces de la constitución de un partido cardenista. Se le llama ahora Frente Electoral del Pueblo y el candidato es el luchador comunista Ramón Danzós; pero una vez más el “Tata” acaba replegándose, simplemente deja colgados a sus seguidores y se alinea con el candidato del PRI, que resulta un declarado anticomunista y enemigo de la izquierda, el secretario de Gobernación Gustavo Díaz Ordaz, a quien le dice al recibirlo durante su gira en Ciudad Altamirano, Mich.: “Usted, señor licenciado, que se le reconoce honestidad y carácter para gobernar, y que protegerá al más débil frente al abuso del fuerte, está en situación, por el apoyo y simpatía de la mayoría del pueblo, de llevar a la práctica, sin estorbos que lo obstaculicen, el programa integral que beneficie a todo el país”.

Cosas del pasado no tan rosa del PRI. El por qué es de dudarse que ahora pueda ser el partido que haga los cambios que no quiso hacer el PAN. Y por qué nos faltan al parecer todavía muchos años antes de que en este país acaben los cuestionamientos electorales. ¿O es que ya encontramos el antídoto para evitar lo que Vargas Llosa llamaba una “dictadura perfecta”, precisamente porque era una dictadura con apariencia de democracia?

Pues se necesita, es verdaderamente urgente.


Publicado en Unomásuno, 12 de octubre de 2010.

“EL PÍPILA”, LOS QUE “ROMPEN MITOS” Y LA BUSQUEDA DE LA VERDAD HISTORICA


Veníamos haciendo el recuento de los “buenos” gobiernos del PRI como parte de la búsqueda de nuestro pasado, pero en vista de lo que se está dando en torno a los aniversarios de la Revolución y la Independencia intentaremos abordar también estos dos momentos, con elementos que nos sirvan para revisar la historia nacional sin prejuicios ni mentiras tendenciosas.

Hablo de buscar la verdad en serio, con investigación y rigor científico, no como se está haciendo ahora por mero afán comercial o peor aún, por un deliberado empeño de deformar las cosas. Ahí está el falso debate tardío en torno al “coloso” que presidió las fiestas oficiales del 15 de septiembre. Tardío y además ocioso porque los reclamos de que se trata de Benjamín Argumedo ya ni al caso vienen, pues efectivamente se dijo en un principio que iba a ser Argumedo. Así lo reconoció su autor el escultor Juan Carlos Canfield mucho antes de los festejos, pero nosotros dijimos aquí que era un error porque se trababa de un traidor a la Revolución -lo hicimos desde el 31 de agosto-, y se dio marcha atrás; así que la escandalera sale sobrando. Esa es la razón por la que se modificó el diseño original y al final se presentó al llamado “coloso” como un “héroe anónimo”. Preferible, a haberse mantenido en el error porque lo malo es, decíamos entonces, que lejos de aprovechar las conmemoraciones para hacer justicia a los verdaderos héroes se ha preferido ahondar en las mentiras y difundir las versiones de los conservadores presentándolas como “la verdadera historia” a costa, incluso, de deificar a los traidores.
Porque no es el único caso. Enrique Krauze insiste en su tesis de “reconciliar” nuestro pasado y colocar en el mismo pedestal a Alamán y a Iturbide y a Hidalgo y a Melchor Ocampo. Y Francisco Martín Moreno, quien al grito de que él “sí va a acabar con los grandes mitos de nuestra historia” está reviviendo otros, los de la reacción, los de aquellos que niegan que Miguel Hidalgo sea el Padre de la Patria o que haya querido hacer la independencia, por ejemplo; que presentan a Madero como un demócrata inmaculado o minimizan la importancia de la expropiación petrolera y, en el colmo, sin más excluyen a figuras emblemáticas como “El Pípila”, entre otras muchas cosas.
Pero ya aclararemos cada una de estas mentiras. Por de pronto, para empezar, el caso de El Pípila, que muy bien hubiera estado en lugar del “coloso” del 15 de septiembre. ¿Por qué, me pregunto, no se le rindió homenaje a él, a El Pípila? Seguramente porque en el actual gobierno también se le niega o nada más se lee a los historiadores de moda. Además de Moreno, otro que lo niega es el señor Alejandro Rosas y, desde luego, el responsable de los festejos oficiales, el señor José Manuel Villalpando. Rosas y Moreno se hacen eco de la versión de Alamán para asegurar que sencillamente no existió, que es un mito producto de la imaginación popular, mientras que Villalpando, más benévolo hasta eso, afirma que sí existió pero que no es uno solo sino varios.
Pues bien, no hay que ir muy lejos para demostrarles a ellos y a otros muchos, el tamaño de su mentira. O de su flojera de investigar.
En su obra intitulada “Los 100 mitos de la historia mexicana” Moreno atribuye la creación del “mito” del “Pípila” al “general” Jesús Romero Flores, quien para información suya no fue general sino maestro de escuela, militante de los primeros años del maderismo y diputado constituyente del 17 y además uno de los historiadores más serios y prolíficos de la etapa post-revolucionaria. Y es una mentira de este moderno “desbaratador de mitos” el que Romero Flores haya inventado a El Pípila; como tampoco se trata de una ocurrencia producto de la imaginación de Carlos María de Bustamante, como él mismo dice más adelante, asegurando categóricamente que se trata de una figura “sin duda mitológica” y que “linda con lo inverosímil”. Y todavía, por si fuera poco, al mencionar el nombre de Juan José de los Reyes Martínez al final de su texto -el que siempre se ha sabido era el nombre de El Pípila-, Moreno dice temerario que es resultado de un “arrebato de retórica” y concluye contundente: “Averiguando un poco descubrí que ese nombre apareció de manera milagrosa y que, extrañamente, no hay datos fidedignos sobre el personaje… Vamos, nadie sabe a ciencia cierta quien era el ‘Pípila’”.
El hecho es que es mucha la gente que no sólo sabe quien era El Pípila sino que lo conoció. Es decir, que existió realmente y que efectivamente su nombre era Juan José de los Reyes Martínez. Nació en el estado de Guanajuato, era minero y fue protagonista de la hazaña que se pretende minimizar: él, un ciudadano más, con sólo una loza cubriéndole la espalda, llegó hasta la puerta de la que parecía inexpugnable Alhóndiga de Granaditas y le prendió fuego, facilitando así que las tropas insurgentes penetraran en ella. Lo que lo convirtió en un hombre respetado y reconocido por sus coterráneos. Porque no fueron por cierto sólo los relatos de Romero Flores y Bustamante, al fin versiones de segunda mano, los que dieron pie a que se extendiera hasta nuestros días el conocimiento de la hazaña de El Pípila. Existen muchos testimonios de primera mano, testigos, gente que estuvo vinculada con su familia, a quienes constan su vida y los hechos en que se vio involucrado. Se sabe, por ejemplo, que después de lo de la Alhóndiga se hizo soldado de la cuarta compañía del batallón de Hidalgo y que se le dio el grado de capitán en premio a su heroísmo. En todo caso, las pruebas más contundentes son conocidas desde hace años. Consisten, ni más ni menos, que en su fe de bautismo y el acta de su muerte, las cuales se han publicado ya varias veces.
La fe de bautismo, fechada en enero de 1782 en la ciudad de San Miguel Allende, da constancia de “un infante español de esta Villa que nació a 3 de dicho mes… Juan José de los Reyes, hijo lexmo. de Pedro Martínez y María Rufina Amaro”. Y esa fe de bautismo no significaría gran cosa si no existiera el certificado de defunción que obra en el libro del curato y vicaría de San Miguel Allende, el cual no deja lugar a dudas de quien se trata. Lo copio textualmente: “J. Refugio Solís, rúbrica. Foja 275 del Libro de Defunciones. 1863. Número 622 –Segunda Clase- Martínez Juan José. En la Ciudad de Allende, el Domingo 27 de julio de 1863 ante mí, el Juez del estado Civil, a las 11 de la mañana presente Miguel Martínez originario y vecino de ésta, casado, obrajero de 65 años dijo que ayer falleció de dolor cólico Juan José Martínez de 81 años, hijo legítimo de Pedro Martínez y María Rufina Amaro difuntos; que el finado fue el que incendió la puerta del castillo de Granaditas en Guanajuato en el año de independencia de 1810, a quien le decían El Pípila. En cumplimiento de la ley se registró esta acta, siendo testigos Manuel Pérez y Antonio López de esta ciudad, el primero de 46 años casado y el segundo soltero de 26 que no les tocan las generales de la ley con el finado. Con lo que terminó esta que se leyó al interesado y testigos que manifestaron estar conformes no firmando por haber expuesto no saber, haciéndolo conmigo en el de asistencia.- Doy fe”.
Es pues evidente que se trata de algo más que manipular la historia. Es la negación de la posibilidad de contar hoy con heroísmos similares. Porque la historia no la hacen, no sólo, aquellos personajes excepcionales, héroes que con frecuencia nos parecen inaccesibles por lo extraordinario de su carácter y su personalidad. También cuentan los que están detrás de “los grandes”, los héroes populares, gente común y corriente, gente como nosotros, ciudadanos de a pie que son capaces en un momento dado de hacer algo excepcional. Esas pequeñas hazañas que hacen posibles las grandes hazañas.
Tal es el caso de El Pípila y de otros muchos que no les gustan a los conservadores porque son una invitación a los ciudadanos a hacer lo mismo. Y a recordar que las mejores páginas de nuestra historia, las más brillantes, las escribieron este tipo de personajes, los héroes del bando progresista, los del bando liberal.

Publicado en Unomásuno, 5 de octubre de 2010.

EL NOMBRE DE MEXICO


No cabe duda que hay algunos legisladores más preocupados en producir iniciativas vanas, acaso sólo para llamar la atención, antes que involucrarse en la tarea de fondo de producir leyes benéficas para todos que debía caracterizar a nuestro Congreso, a cualquier congreso de cualquier parte del mundo.


Es el caso de la iniciativa presentada por un grupo de senadores panistas y del PVEM en el marco del Centenario del inicio de la Revolución y del Bicentenario del inicio de nuestra Independencia para cambiar el nombre de nuestro país.

El argumento para llamarlo México y no Estados Unidos Mexicanos es que “absolutamente nadie le llama así”. En el extranjero, alegan, nos conocen como mexicanos; en cualquier parte del territorio nacional nos nombran mexicanos; nuestra nacionalidad, conforme al acta de nacimiento, es la mexicana; y sin embargo, México como Estado-Nación no existe como tal en nuestra Constitución porque ahí nos llamamos “Estados Unidos Mexicanos” cuando -concluyen ya en el colmo de la cursilería- “es irrefutable que hoy ya existe un país llamado México en nuestros corazones, en nuestra historia, en nuestra idiosincrasia, cultura, tradiciones e instituciones”. Como si Francia fuera menos Francia porque su nombre oficial es Republica Francesa, por ejemplo. O Suiza menos Suiza por llamarse Confederación Suiza.

No es esta la primera vez que se intenta. Ya son cuatro las iniciativas en ese sentido, y por cierto que la primera no fue, como dicen los cortos de memoria, la que presentó Felipe Calderón cuando fue diputado en 2003. El primer intento por ponerle México a nuestro país fue en diciembre de 1993, en pleno gobierno salinista, en el marco de la aprobación del TLC, y fue impulsado nada menos que por José Córdova Montoya, secundado por la fracción del PRI en el Congreso, entre otros Héctor Hugo Olivares, Eduardo Robledo, Rubén Figueroa, Netzahualcóyotl de la Vega, Leonardo Rodríguez Alcaine, Miguel Alemán, María de los Angeles Moreno, Rodolfo Echeverría y hasta Silvia Pinal, o sea puro político moderno. Luego de esa fue la de Calderón, hace 7 años, bajo el argumento de que la decisión de nombrar a nuestro país como se llama “respondió a circunstancias específicas producto de un decreto, y no resultado de una reflexión profunda”. En 2007 hubo otra iniciativa, ésta presentada por diputados del PAN, PRD, PT y Convergencia. Y todavía hubo otra más, en 2008, basada en la iniciativa de Calderón.

Hay que decir que en 1993 el debate fue bastante amplio (se convocó a un foro público) y no dejó lugar a dudas respecto a la sinrazón de cambiar la denominación oficial. Argumentaron en contra del cambio los más connotados y serios juristas del país. Entre otros Antonio Martínez Báez e Ignacio Burgoa Orihuela, aclarando este último que en todo caso un cambio así sólo podía hacerlo un Congreso Constituyente y no un Congreso ordinario. Y dado que no se dieron los consensos, el debate terminó con una propuesta de someter la iniciativa a un plebiscito.

Haciendo caso omiso de todo esto, dicen los autores de esta ya cuarta, repito, iniciativa para cambiar el nombre oficial del país, que “tal como aparece en la Constitución se le atribuyó en la Constitución de 1824 sin un razonamiento social, histórico o político que lo sustentara, simplemente como imitación de la Constitución de los Estados Unidos de América”. Y aparte de todo, ignorantes.

Sí, porque el asunto no es tan superficial y, en todo caso, las dudas ya fueron resueltas no sólo durante los foros de 1993 sino en los debates que antecedieron la promulgación de la Constitución del 24 y, años después, nada menos que por nuestros padres fundadores, los Constituyentes del 17, que tan temprano como en su décima sesión, la del 12 de diciembre de 1916, coincidieron en cómo debía llamarse el país. Fueron casi 4 horas de discusión bastante intensa, porque vaya que ahí sí se presentaron argumentos.

Decía el dictamen de la Comisión de Constitución, firmado por Francisco J. Múgica, Luis G. Monzón y Enrique Recio, que debía ser sustituido el nombre de Estados Unidos Mexicanos por el de “República Mexicana”, y daban entre otros los siguientes argumentos: que nuestro país no tenía la misma tradición de los Estados Unidos; que allá existían varias colonias regidas por una “carta” cada una, es decir que se trataba de estados distintos que al independizarse y convenir en unirse tomaron naturalmente el nombre de Estados Unidos, mientras que nuestro país “por el contrario, “era una sola colonia regida por la misma ley, no existían estados, los formó, dándoles organización independiente, la Constitución de 1824”. Y hasta que la forma republicana federal la copiamos siguiendo el modelo del país vecino y que les copiamos también lo de “Estados Unidos”. En suma, que “la denominación de Estados Unidos Mexicanos no corresponde exactamente a la verdad histórica”, y concluían: “Durante la lucha entre centralistas y federalistas, los segundos preferían el nombre de Estados Unidos Mexicanos; por respeto a la tradición liberal podría decirse que deberíamos conservar la segunda denominación; pero esa denominación no traspasó los expedientes oficiales para penetrar a la masa del pueblo, que ha llamado y seguirá llamando a nuestra patria ‘México’ o ‘República Mexicana’; y con estos nombres se le designa también en el extranjero. Cuando nadie, ni nosotros mismos, usamos el nombre de Estados Unidos Mexicanos, conservarlo oficialmente parece que no es sino empeño de imitar al país vecino”.

Pero se quedó la denominación de Estados Unidos Mexicanos a la hora de someterla a votación. Y se quedó porque hablaron a favor de ese nombre, entre otros, los diputados Luis Manuel Rojas, Luis Espinosa, Emiliano P. Nafarrate, Alfonso Herrera y Félix F. Palavicini, y lo hicieron con argumentos tan claros y contundentes que convencieron a la mayoría.

Palavicini, por ejemplo, afirmó que rechazaba de plano el dictamen de la Comisión porque apestaba a centralismo. Rojas, demoledor, aseveró: “Los señores diputados de la Comisión indudablemente nos demuestran que son representantes de ideas conservadoras, a pesar de que ya estaba perfectamente definido el punto en nuestras leyes… La frase Estados Unidos Mexicanos según los miembros de la Comisión son una copia servil e inoportuna de los Estados Unidos de Norteamérica. Sobre este punto, creo que los Constituyentes de 57 no hicieron más que usar la dicción exacta… La frase ‘Estados Unidos Mexicanos’ connota la idea de estados autónomos e independientes en su régimen interior, que sólo celebran un pacto para su representación y para el ejercicio de su soberanía; de manera que no hay otra forma mejor que decir: Estados Unidos Mexicanos. Y la prueba es que todas las naciones que han aceptado este principio han recurrido a igual expresión, lo mismo en Argentina que en México o en Colombia, y hasta cuando los pensadores nos hablan de un porvenir más o menos lejano, en que las naciones de Europa dejen su condición actual y se unan, conciben ellos que formarían una sola entidad llamándose “Estados Unidos de Europa”, y sería muy absurdo suponer que semejante federación de naciones se pudiera llamar ‘República de Europa’… Y en cuanto a que ese nombre no ha entrado en la conciencia nacional y que no ha pasado de las oficinas públicas, pienso que la Comisión ha sufrido un descuido involuntario porque hasta en las monedas se lee Estados Unidos Mexicanos”.

El diputado Fernando Castaños señaló lo siguiente: “Debemos dejar que subsista el nombre de Estados Unidos Mexicanos para la nación mexicana, porque Estados Unidos Mexicanos claramente está diciendo que nuestra República está compuesta por Estados Libres y Soberanos pero unidos todos en un pacto federal”. Múgica tuvo que capitular y reconocer: “Yo quedaré muy contento si esta asamblea repudia un dictamen cuando ese dictamen no esté conforme con el sentir de la revolución”. Se dijo entonces que los temas de fondo eran otros, se declaró suficientemente discutido el asunto, y se votó. El resultado fue contundente: 57 a favor del cambio de nombre, 108 en contra.

Y pasaron a los temas realmente importantes. Una lección, ¿o no?


Publicado en Unomásuno, 28 de septiembre de 2010.