miércoles, 11 de enero de 2012

EL PARADIGMA DE LA “INSURGENCIA” GLOBALIZADA

Se ha venido construyendo un paradigma, como hacía años no se veía, en torno al movimiento llamado de “Los Indignados”, multitudes de personas que han salido a las plazas de varios países del mundo para enarbolar la bandera “anti-sistema y expresarse contra la ineficacia de los gobiernos y la falta de respuestas de los políticos.
El detonante fue, al parecer, los movimientos musulmanes, pero han habido expresiones lo mismo en España que en Grecia e Israel, incluso en los Estados Unidos, y ahora más recientemente en Rusia.
Esperanza y renacer revolucionario para algunos, una expresión más de la manipulación de las élites globales con tal de que nada cambie para otros, no es casual que la revista TIME haya designado al “manifestante” como su “personaje el año”. La paradoja es que prácticamente todo el mundo habla del “poder popular” cuando menos poder popular se tiene.
Desde finales de los 60, más específicamente desde 1968 cuando se dio la revuelta estudiantil, no se producía un fenómeno que despertara tantas expectativas y tanto entusiasmo. Ni siquiera la ola transformadora precipitada por la Perestroika de Gorbachov y la caída del Muro del Berlín.
El problema es que una cosa es la manifestación pública de las ideas y otra que esas manifestaciones estén incidiendo, o puedan incidir, en cambios a favor de quienes se dice que se hacen, de la gente.
Me refiero a que no parecen tan descabelladas las suspicacias que despierta el sorprendente “contagio revolucionario” que se nos vende como una panacea a través de los medios. Para no ir más lejos, en Egipto gobierna ahora mismo un régimen militar que no ha traído ningún cambio en el orden social, vaya, no sólo la autoridad no ha pasado al pueblo sino que el ejército amenaza con no irse más. Hossam El-Halamawy, uno de los principales activistas de las protestas de hace un año, ha denunciado que “Mubarak cayó, pero las estructuras de su régimen permanecen casi intactas. Los generales de Mubarak están gobernando”. Y en Libia, ni se diga, agravado el hecho por la descarada intervención de las potencias económicas.
En Yemen, otro ejemplo, el “éxito” se redujo a generar un gobierno de “reconciliación” nacional, en realidad un pacto de impunidad entre los opositores triunfantes y los gobernantes derrotados que tiene indignado a más de un indignado. En Irán el régimen fundamentalista logró controlar los efectos de las movilizaciones, y lo mismo lograron las seis monarquías del golfo Pérsico. Por otro lado, no deja de ser sintomático que en América Latina las protestas se estén materializando a través de protestas estudiantiles, y todavía más sugerente es el hecho de que la más resonante movilización, la que se dio en Chile, está poniendo en evidencia las limitaciones del modelo presentado como el “más exitoso” de la región en los últimos años, el saldo oculto de la alianza derecha-izquierda que tanto emociona a algunos políticos mexicanos: la falta de ascenso social, pasar de la clase baja a la media y de ella a la alta es casi imposible allá y el defectuoso sistema educativo es la clave de este fenómeno, algo que los gobiernos de la Concertación, incluso con dos presidentes socialistas, no supieron o no pudieron resolver.
En fin, que como se ve, hasta ahora no han sido tan eficaces los “manifestantes”, pues en lo que todos los analistas coinciden es en que para que las movilizaciones impliquen cambios verdaderos se tiene que producir un desplazamiento tal del poder que quienes tomen las decisiones sean los ciudadanos. Y esto no ha pasado en ninguno de los casos citados. Al menos hasta hoy.
Lo que pasa es que la conquista de la soberanía popular –causa de tantas y tantas revoluciones sangrientas en el pasado- no es flor de un día; tan simple como que nadie otorga poder al pueblo sino el propio pueblo y, algo más importante, que el triunfo de las movilizaciones no debe traducirse en desmovilización social. Porque los únicos beneficiados con lo que ha estado pasando han sido, paradójicamente, los políticos, y de entre ellos los más conservadores. Díganlo si no los “indignados” de España, uno de cuyos saldos más importantes ha sido la vuelta al poder… de la derecha .
Ya he dicho antes que no soy de los que piensan que la experiencia vivida por los movilizados de la plaza Tahrir a la Plaza del Sol pueda ser trasplantada automáticamente a otros países o que estemos ante una especie de “epidemia” democratizadora, porque cada país tiene su realidad y sus tiempos. Lo que sí creo es que lo que algunos han dado en llamar desde los 80 “la sociedad civil” es algo más que un mero recurso retórico siempre y cuando la gente, el individuo, decida salir por sí mismo de su limitado espacio de individualidad y sumarse a otros en pos de un mismo objetivo o un ideal común.
Es que se está tratando de presentar todo esto como algo novedoso, cuando en realidad es lo mismo de siempre. Ahora son los celulares, ayer eran los panfletos y la consigna pasada de voz en voz. En resumidas cuentas, conciencia cívica. Ese ha sido el motor que ha animado los grandes cambios. Y la clave, ayer como hoy, es la unión de la gente, el ánimo solidario, la voluntad compartida de cambio. Pues así como hoy se censura la Internet, ayer se cerraban las imprentas. Expresiones autoritarias a cual más de inútiles cuando la gente, los ciudadanos, deciden rebelarse.
La rebeldía, decía Albert Camus, se concreta en el instante en que un hombre o un pueblo gritan: ¡Ya basta! Por eso es válida la reflexión sobre la llamada “insurgencia ciudadana” que presenciamos este año en varios países y sobre las posibilidades de “contagio” global que algunos proclaman. Sobre todo es interesante analizar la influencia que los medios y las redes sociales tuvieron realmente y tienen en todos estos eventos para evitar confusiones, pues no se puede descartar tampoco, como reclaman los más escépticos, un cierto grado de manipulación interesada u “orientación” premeditada que compromete sus alcances. En todo caso, ni en Madrid ni en El Cairo “Facebook” hizo la revolución, la tiene que hacer la gente. Es cierto que muchas manifestaciones se convocaron a través de esta red social, pero la revolución es cosa de los ciudadanos, y no se reduce, por cierto, a salir a la calle. Es decir, que si bien el factor central que hizo posible las manifestaciones en casi todos los casos citados fue la comunicación, su éxito final estriba en la concientización y, sobre todo, en la organización de la población.
En fin, que una lección válida de lo sucedido, de Egipto a Moscú y de Yemen a España, es algo que ya sabíamos: que si se quieren cambios, estos solamente pueden ser generados desde la propia sociedad y por la sociedad.
Lo que trato de decir es que el éxito de las movilizaciones no se mide por ellas mismas sino por las reacciones y consecuencias que provocan, por lo que el objetivo no puede ser derribar a la marioneta en lugar de al titiritero. Porque lo peor que puede pasar es que las movilizaciones se vuelvan funcionales al sistema, al poder establecido, y lejos de provocar cambios hacia delante ayuden a afirmar el inmovilismo o de plano empujen, pero hacia atrás.
Conste que no quiere decir esto que no existan expresiones ciudadanas legítimas, pero la fabricación premeditada de movimientos siempre ha sido un hecho, sobre todo en México, adonde “Solidaridad” se llamó al mayor programa de cooptación social y compra de votos de la historia priísta y “órganos autónomos” u “organizaciones ciudadanas” a entes controlados por los partidos, cuando no por el gobierno.
No nos equivoquemos, la participación ciudadana sólo será una realidad cuando seamos capaces de construir instituciones ciudadanas reales, cuando sustituyamos nuestra imperfecta democracia representativa por una democracia directa y participativa. Y la única arma que los ciudadanos tenemos por ahora para cambiar las cosas –y las reformas “políticas” de hace unas semanas así lo corroboran- es el voto, votar por un programa que nos asegure ese salto y cuidar los votos. Así que esa es la tarea urgente.
No nos vaya a pasar lo que en el 68. ¡Tantas expectativas y tantas esperanzas!
Lo que pasa es que cuando uno lee a quienes fueron sus “líderes” -porque resulta que se han convertido en “analistas”- o constata sus trayectorias, no puede menos que concluir que con tamaños líderes –salvo honrosas pero limitadas excepciones- no podía ser otro el desenlace del movimiento estudiantil. Cooptados antes o después del movimiento.
Ojalá no sea ese el caso de esta nueva “ola” insurgente.

Publicado en Unomasuno el 27 de diciembre de 2011.

LOS OLVIDOS DE PEÑA

Dice el ex invencible señor Enrique Peña que podrá no recordar el nombre de algún autor pero que lo que “no se le olvida” es “la violencia, la pobreza y la desesperanza que vive México”. En su primer discurso como abanderado oficial del PRI, en lo que trató de ser una más o menos hilvanada réplica a sus críticos y un revire audaz de sus “tropiezos”, aseguró que a él “no se le olvida” el estancamiento económico ni la falta de oportunidades ni la frustración de miles de jóvenes, ni más de 50 millones de mexicanos que viven en pobreza, y bla, bla, bla.

Bonito discurso para la mercadotecnia, bueno para un titular de ocho columnas y desde luego para el consumo de eso que llaman la “comentocracia” y los nostálgicos del viejo régimen… Lo malo es lo que esconde.
Ya lo decíamos en anterior colaboración. Que lo peor del discurso del PRI no sólo es su ausencia de autocrítica sino su falta de seriedad, de consistencia, de confiabilidad. Si no, ¿cómo explicar que en sus spots publicitarios se ostenten orgullosos herederos del cardenismo, de las conquistas populares del gobierno de Lázaro Cárdenas, y se atrevan a omitir que fueron ellos, los propios priístas, los que traicionaron la obra social de la Revolución, los que enmendaron la plana del cardenismo de la mano con el PAN y todavía hoy, de remate, pretendan que les creamos que son “nuestra salvación” precisamente contra el PAN?
Me refiero a que con qué cara se ofrecen los priístas como “la alternativa” de los panistas cuando han sido ambos los que nos dejaron el país como lo tenemos.
Y no se me malinterprete. A mí me tiene sin cuidado que el señor Peña lea o no a Carlos Fuentes, que le gusten los libros y sea más o menos culto. El problema no es la incultura del señor Peña, por más ostensible y burda que sea pues, en todo caso, ya hemos tenido Presidentes muy cultos que para nada han sido un ejemplo no se diga de eficacia, ni siquiera de honorabilidad. Ahí está, para no ir más lejos, José López Portillo que presumía de culto y hasta se ostentaba como la encarnación del ideal platónico del “gobernante-filòsofo” y, bueno, ¿para qué hablar de su saldo como Presidente?
En contrapartida, hemos tenido gobernantes muy buenos no precisamente letrados. Ni más ni menos Cárdenas es uno de ellos, que quizá no pasaría hoy la prueba de la mercadotecnia y muy seguramente ni siquiera la muy en boga de las encuestas.
Del “Tata” escribió José Muñoz Cota, quien fuera su secretario privado por muchos años y uno de sus hombres más cercanos en los momentos decisivos: “Escaso de escolaridad, adentrado en la milicia, en contacto con la incipiente cultura de los soldados de la era revolucionaria, cercado por los vicios peculiares del cuartel, se autoformó dentro de una escuela de austeridad y de abstinencia… Fue, a no dudarlo, el más inteligente y astuto de los políticos de su tiempo. Sobrio y recatado más tenía la apariencia de un profesor de rancho que de un militar o de un Presidente… De ahí el odio concentrado de los empresarios y de los caballeros de sociedad que jamás lo dejaron de considerar como una gente del pueblo plebeyo, sin ilustración y sin clase social”. Y abundaba: “El general Cárdenas estaba consiente de sus limitaciones culturales e inclusive de su pequeña y deficiente ilustración; pero éstos estorbos para la acción político-administrativa los suplía con ventaja practicando un don innato en su persona: su inextinguible atención para escuchar, y asimilar, todo lo que le decían. Oía opiniones sin fatiga. Escuchaba a un campesino cuando hablaba de siembras, de abonos, de cosechas y de ventas. Oía a Narciso Bassols cuando le disertaba sobre Marx y las teorías de Lenin… Su cultura estética era muy limitada y casi nula en materia literaria, pero conversaba con el escultor Guillermo Ortiz o con el pintor manquito De la Cueva, y ya estaba apto de intercalar en la muy breve charla de sobremesa, una o dos palabras sobre arte. Su universidad fue la vida y dentro de la vida el contacto con sus prójimos”.
Es que Cárdenas pudo tener muchos defectos –que efectivamente los tuvo- pero nadie le puede regatear su preocupación genuina, auténtica, por la gente. Lo que él explicaba de la siguiente manera: “Nada importante puede hacerse en un país como México sin una pasión por la suerte del pueblo”. De la “prole” diría el clásico.
En fin, que no estoy seguro, repito, si Cárdenas hubiera pasado el escrutinio de “los cultos” pero de lo que sí estoy seguro es que los valores que se enseñaban en el seno de la familia Cárdenas no son los mismos que se inculcan en la familia Peña. Y esto sí debiera preocuparnos.
Lo malo pues, del señor Peña, no es sólo su incultura ni la incapacidad de él y en todo caso de sus asesores para prepararse para la exposición mediática, que eso lo puede corregir. Lo malo del señor Peña son los valores que tiene. Y sus olvidos reales, los importantes. O que quiere hacer pasar por olvidos. Me refiero a sus raíces formativas -que son las que recibió del entorno familiar y las que a su vez transmite a sus hijos-, a su visión del país, de la política y del por qué está donde está. La genealogía de una carrera que arranca nada menos que en Atlacomulco, sede del mítico grupo de políticos, los más cínicos, impunes y corruptos muy posiblemente del viejo PRI pero con una habilidad tal, apenas comparable a la de los dinosaurios que evolucionaron en cocodrilos o aves.
El caso es que al señor Peña, cuando habla de “las bondades” del regreso del PRI y critica lo mal que lo han hecho los gobiernos del PAN, se le olvidan, muy convenientemente, muchas cosas. El pacto extralegal, por ejemplo, que se dio en Los Pinos entre el PAN y Carlos Salinas el 2 de diciembre de 1988, que le permitió a Salinas quedarse en el poder a pesar del fraude, a cambio de gobernar con el programa de la derecha, el capítulo quizá más burdo de las traiciones a la Revolución y para sepultar de plano lo poco que quedaba de su programa popular. El inicio de lo que se conoce como la era del PRIAN, que pervive, aún con matices, hasta nuestros días. Y ya veremos hasta dónde puede llegar.
Porque que no nos vengan con que lo que hoy se cuestiona al gobierno desde el PRI no fue hecho con el aval de los priístas. Y si esto fuera poco para explicar la demagogia del discurso peñista, basta con evocar otros mucho episodios aleccionadores, que no debieran ser olvidados por nadie.
Curiosamente, si algo se le achacó a AMLO y fue parte central de la guerra sucia en su contra hace 5 años fue que iba a gobernar como el PRI; que su propuesta era, encubierta, la misma del viejo PRI populista; que iba a acabar haciendo pacto con el salinismo, con los gobernadores priístas y el sindicato de maestros para encaramarse en el poder y hacer como que iba a cambiar para dejar que todo siguiera igual. Ese era el corazón de la descalificación anti-AMLO en 2006… Y la realidad es que todo pasó al revés. Quien acabó aliado al priísmo, al peor, fue Felipe Calderón. Y quienes han gobernado como garantes de los intereses creados priístas han sido ellos, los panistas.
Yo mismo era “moderado”, en esa acepción de tenerle miedo a las actitudes mal llamadas radicales, definidas, que al final resultan tan convenientes para el inmovilismo. Afortunadamente la realidad me cambió.
Yo no sé si AMLO cambió también o no, si su discurso es el mismo o se trata de un nuevo discurso. Lo que es un hecho es que la única opción verdaderamente congruente, consistente tanto ideológica como políticamente, es la que él representa y ha acreditado en los últimos 5 años. 5 años que han acabado, por cierto, por darle la razón.
Hasta ahora he visto dos spots del PRI. El que habla del IMSS y el de la CFE. Y en ninguno de los dos se dice que el proceso de desmantelamiento de la seguridad social la iniciaron los priístas y que el proceso de privatización y desnacionalización de la energía eléctrica empezó también en el priato. Me pregunto: ¿Cuándo el señor Peña nos hable de su preocupación por los estudiantes recordará lo que hicieron los gobiernos del PRI que tanto se ufana en ponderar, el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971, sólo por citar las fechas más significativas? ¿Y cuando hable de la educación nos hablará del proceso corruptor del sindicato de maestros que iniciaron gobernantes priístas, de cómo se desvió el ideal revolucionario de educación y cómo se persiguió y asesinó a aquellos maestros que luchaban por un sindicato limpio, digno, democrático?
Si todas estas cosas las olvida el señor Enrique Peña, allá él. Los que ojalá no olvidemos eso y otras muchas cosas más somos nosotros, los ciudadanos.

Publicado en Unomasuno el 20 de diciembre de 2011.

EL ¿NUEVO? DISCURSO DE AMLO

Hablábamos la semana anterior acerca del discurso panista, del que en los últimos años ha caracterizado a los panistas, bien como gobernantes, bien como candidatos; un discurso divisionista, confrontador, polarizante; azuzador de las discordias y los odios entre los mexicanos, que emplearon eficazmente en 2006 para elevar las posibilidades de la candidatura calderonista, y emplean hoy Josefina Vázquez Mota, Ernesto Cordero y Santiago Creel, igual, para elevar sus raquíticas posibilidades de competir.
El problema de ese discurso, decíamos, alimentado de manera irresponsable por quienes insisten en que la guerra del narco es guerra de partidos, es que ya le ha costado muy caro al país. Y sostenerlo, más que irresponsable resulta peligroso, habida cuenta de que México enfrenta la peor crisis de los años recientes. La peor porque se trata no sólo de una crisis económica y social severa sino que es, además moral, de credibilidad y de ética pública. Y de no ser que se retome el rumbo, o mejor aún que se abra un nuevo camino donde se privilegien los valores humanos y sociales, el costo y las consecuencias pueden ser mayores.
Todo esto viene a colación por lo que ha sido calificado por algunos como “el nuevo discurso de AMLO”. Un discurso de reconciliación, tolerante, moderado, incluyente, que tiene confundidos a quienes insisten en pelear, y francamente molestos a quienes lo siguen viendo como “un peligro”… para sus aspiraciones.
La discusión, la de ellos, se centra por supuesto en si se debe creer el “cambio de López Obrador o no”, llegando al extremo de decir que es el mismo lobo sólo que se está disfrazando de oveja, reiterando las comparaciones con Hugo Chávez, con Hitler y con Mussolini.
Más allá de la inutilidad de la retórica que insiste en demonizar al contrincante, cuando es un hecho que la realidad ha probado lo contrario (me refiero a que el tan cacareado “peligro” no fue tal), yo sí creo que el AMLO de 2012 es distinto al AMLO de 2006. ¿Por qué? Sencillamente porque las condiciones del país son distintas y también porque López Obrador lo ha sabido leer así. Pero además porque, contra todo pronóstico, la experiencia de lo que pasó hace 6 años hizo mella, sí pesó en los cálculos y la estrategia de quien aspira por segunda ocasión a la presidencia, y no precisamente por capricho.
Repito lo que decía arriba: la realidad lo demostró. Hace 5 años se insistía: “va a incendiar al país”, y en cambio de eso, armó un movimiento de resistencia civil que, como bien se jacta él mismo, no dejó ni un solo vidrio roto a pesar de días y días de marchas, plantones, protestas y movilizaciones. “Va a desconocer las instituciones” se decía, y no obstante eso, lejos de acaudillar una revuelta construyó pacientemente, diligentemente, muchas veces a contracorriente, su segunda candidatura presidencial. Todavía hace meses, cuando se proclamaba a voz en cuello que las alianzas con el PAN habían llegado para quedarse, no se cansaban de repetir: “AMLO es predecible”, “va a salirse del PRD, va a romper la unidad de la izquierda”; y sin embargo, ni rompió con nadie ni las alianzas llegaron para quedarse. “Es que no va a aceptar someterse a la prueba de las encuestas para elegir al candidato de la izquierda”, “se va a ir sólo con el PT y con Convergencia” se aseguraba; pero no sólo aceptó el reto sino que –algo inusitado en un líder mexicano, y más de la izquierda- aceptó arriesgar su capital político y con él su presencia en las boletas, a pesar de que efectivamente, tanto el PT como MC, antes Convergencia, con gusto lo hubieran llevado como su candidato. Y lo último: “No va a sumar a nadie que no sea adicto, mucho menos va a reconciliarse con la corriente Nueva Izquierda”; y sin embargo lo hizo, ha estado armando un equipo amplio de campaña y se sentó además en una misma mesa con aquellos que marcaron clara distancia de él después del 2006.
Son todas estas señales de cambio obvias. Pero hay más, y una de las más interesantes es sin duda, su discurso. El mismo lo explicó así: “No es lo mismo el discurso de las plazas públicas”. Y en este entorno, y en este nuevo contexto lanza lo que a todas luces es un reto mercadológico pero sobre todo ideológico-político: “la república amorosa”. Contra el discurso del odio, del miedo, de la república confrontada que prevalece desde 2006.
Es curioso el choteo conque algunos comentaristas quieren presentarlo. A simple vista, a lectura rápida, pudiera parecerlo pero la verdad es que la construcción de una patria amorosa, de una república amorosa, capaz de cobijar a todos los mexicanos y hacerles justicia, es un discurso muy viejo, que data de nuestros padres fundadores, de los años en que se estaba apenas planteando nuestra Independencia. Y por cierto que pervivió hasta bien entrado el siglo XIX con la generación de los liberales. Es decir, que el concepto no es copia de Chávez, y ni siquiera de Lula (quien empleó como slogan de su campaña el de “Amor y Paz”). Si revisamos los primeros manifiestos y decretos de Miguel Hidalgo y José María Morelos lo vamos a encontrar ahí. Es concepto recurrente en los textos de hombres como Ignacio López Rayón y José María Cos, en particular el Bando de éste último, del 13 de enero de 1813 “sobre las medidas para lograr la independencia”, adonde se lamentaba de que “no se ha dado oído a nuestras pretensiones” de reconciliación nacional. Y hasta hablaba de una república no sólo de amorosa sino cristiana, y no para instaurar el poder teocrático sino para lo contrario, para combatir al mal clero e instaurar los valores humanos de una patria liberal, democrática, al cuidado de sus ciudadanos.
E igual en las menos doctas proclamas de Vicente Guerrero. Su manifiesto Patriótico de 1821, por ejemplo, el cual contiene su “Llamado a la unión, contra la existencia de partidos”, preámbulo de su un tanto ingenuo pacto con Agustín de Itubide para lograr la independencia nacional. Por no hablar de Ignacio Ramírez quien todavía tenía al respecto una interpretación mucho más profunda: la identificación de la causa republicana, de la causa liberal, con nuestros orígenes mesoamericanos, con la idea de la diosa madre “proveedora y amorosa”, llámese Cuerauáperi, Tlaltecutli o Tonantzin, para lo cual conviene leer su discurso del 16 de septiembre de 1861, que pronunció en la Alameda Central, una interesantísima disertación sobre el amor y la causa de Hidalgo.
Ellos hablaban, hay que aclararlo, de la verdadera reconciliación nacional, no de una unidad forzada o producto del chantaje sino de aquella que se logra mediante el respeto a los principios pero que sobre todo está fincada en algo muy escaso en nuestros días, la autoridad moral de los convocantes, sean líderes y gobernantes.
Sin excluir, claro, otro concepto, reiterativo en los discursos de los políticos progresistas decimonónicos: la felicidad. La máxima aquella de que: “No hay mejor gobierno que aquél que hace felices al mayor número de individuos; ni lo hay peor que el que a título de sostener su autoridad, aumenta el número de los desdichados” (El Semanario Patriótico Americano, 1812).
El problema es que estas palabras, en realidad metas y objetivos del ”buen gobierno”, se olvidaron con el tiempo. Se sustituyeron por otras más sofisticadas como “desarrollo”, “progreso”, “eficacia”… Y es tiempo de rescatarlas.
A la masa obradorista le preocupa que su líder no vaya a estar claudicando, que se le pase la mano y sea demasiado “blando”. La evocación de estos conceptos puede ser una demostración de que no es así, aunque falta la explicación que ya AMLO ha prometido en enero sobre lo que en realidad quiere decir.
En todo caso, lo grave no es tanto que AMLO esté cambiando su discurso, pues estos cambios se están traduciendo en mayor competitividad electoral; sino que quien sí no ha cambiado nada en estos 5 años es Felipe Calderón y la mayoría de los panistas, que quieren volver a pelear sucio y ganar al costo que sea.

Publicado en Unomasuno el 13 de diciembre de 2011.

EL DISCURSO DEL PAN ¿PARA GANAR?

Es el mismo discurso del 2006 sólo que duplicado, repetido ahora con dedicatoria a los dos precandidatos que, se dice, van punteros en las encuestas. El caso es capitalizar el miedo y montarse, otra vez, en la guerra sucia de la polarización, del divisionismo, para crecer electoralmente a toda costa, incluso a costa del país. Pues está visto que para los nada demócratas panistas todos aquellos que amenazan su continuidad en el poder son un peligro… para México. Y para la democracia.
Y con matices, pero igual Santiago Creel que Josefina Vázquez Mota y que Ernesto Cordero, los tres dicen lo mismo.
Que hay que cerrarle el paso al populismo, que los ciudadanos deben rechazar “las propuestas sin sustento”, que “no podemos construir un futuro regresando al pasado”, que no hay que creer que “alguien que ha descalificado permanentemente a las instituciones de pronto cambie en un día” (refiriéndose a López Obrador), o que si llegara a ganar la democracia “correría peligro” (refiriéndose a Peña Nieto). En fin, por ahí va el discurso de los panistas. Y ya ni qué decir de ese rollo de que “no voten por el bonito” que de plano por venir de quien viene ya ni sorprende.
La verdad es que resulta patético verlos, escucharlos. En el llamado “debate” que escenificaron vía Internet y hasta en el más atrayente sainete que representaron Vázquez Mota y Cordero, peleándose por demostrar quien es más incapaz y menos confiable, ni quien se salve. Decir la verdad, repiten, “no es guerra sucia”. Como si los ciudadanos fuéramos unos tontos.
¿No ha sido suficiente con estos 6 años de confrontación estéril, de enfrentamiento no resuelto, para que los panistas escarmienten y le entren a la competencia democrática pero en serio y con las solas armas de las ideas?
Por lo visto no. Será porque no las tienen, el caso es que se empeñan en sus descalificaciones y en espantar al electorado. Ayer  el “Coco” era AMLO emulando a Hugo Chávez. Hoy el “Coco” es Enrique Peña y, otra vez, AMLO emulando a Chávez… aunque Felipe Calderón se esfuerce en congraciarse con el mandatario venezolano, lo cubra de apapachos y elogios… ¿Pues no que era tan malo?
Así es el PAN, así son los panistas. Así han sido siempre. “Sepulcros blanqueados” los llamaba en dura autocrítica Manuel Gómez Morín, haciendo suya la frase bíblica que describe a los hipócritas que con una mano se santiguan y con la otra estafan al prójimo. “Meones de agua bendita” les llegó a decir, francamente harto, en otra ocasión.
Hay una leyenda rosa de los años “épicos” del viejo PAN. La que los pinta como abnegados demócratas, opositores sufridos y sacrificados “por el bien de la patria”, cuando la realidad es que mientras con un discurso atacaban y condenaban al PRI y a sus gobiernos en los hechos aceptaban todas sus imposiciones y a la hora de las decisiones –hablo de las votaciones para aprobar leyes y de la toma de decisiones controvertidas- se cuadraban a cambio de una curul o alguna prebenda.
Si no, ¿qué hicieron efectivamente para defender a los estudiantes del 68 y condenar el genocidio diazordaciano? Nada. Lo mismo que hicieron cada vez que se reprimía al pueblo o se cometía fraude, el último y más descarado el de 1988, cuando no dudaron en negociar con el candidato del triunfo cuestionado, con Carlos Salinas, para legitimarlo a cambio de participación del poder. ¿O ya se olvidó aquella reunión en Palacio Nacional entre la jerarquía panista y el Presidente espurio de entonces, para “arreglarse”? ¿O la cínica declaración de Luis H. Alvarez –otra vergonzante medalla Belisario Domínguez- sobre el cadáver de Manuel Clouthier, de que “Salinas se legitimaría en el gobierno”? ¿O el furibundo discurso de Diego Fernández de Cevallos pretendiendo sepultar los reclamos del fraude, pidiendo a gritos en el Congreso la quema de las boletas que lo comprobaban?
Y lo mismo cuando se estatizó la banca, y cuando se empezaron a enterrar una a una, todas las conquistas sociales de la Revolución, cuando se implantó el neoliberalismo. Puro escándalo pero nada efectivo. No por nada, con dedicatoria a ellos, a los panistas, los priístas acuñaron la frase para describirlos de la “leal oposición”, leal desde luego porque gritaban y pataleaban pero al final siempre se alineaban.
Vaya, hasta el episodio aquél que para algunos panistas se ha vuelto algo emblemático, la matanza de leoneses el 2 de enero de 1946, que ni fue de panistas ni fue causa que defendieron los panistas sino antes bien ayudaron a sabotear, porque fue el primer experimento de un gobierno ciudadano, apartidista, y se confabularon todos, lo mismo los del PRI que los del PAN, en llevarlo al fracaso.
Esa es la historia del panismo, como en todo, claro, con excepciones. Pero muy limitadas excepciones. Pues si en algo fincó el PAN sus posibilidades de acceder al poder fue en eso, en la traición al pueblo, el doble discurso y la negociación bajo la mesa.
Hoy critican y descalifican al PRI y a sus gobiernos pero esconden su complicidad o cuando menos su complacencia en esos años. ¿O no es risible o más aún indignante escuchar a Juan Molinar Horcasitas alzar la voz condenatoria contra la impunidad de Humberto Moreira desde el alto pedestal de su impunidad por el triste caso no resuelto de la guardería ABC?
Lo peor es que, repito, ya están una vez más montados en el discurso del miedo, de la descalificación, y a ver hasta donde llegan.
Creen que el regreso del PRI es inevitable y que hay que hacer todo lo que se requiera para impedirlo. Y lo atacan un día sí y otro también, con recursos tan burdos como los que muestra en tweeter quien está donde está, como ayer estuvo en la secretaría de Hacienda, sólo por ser amigo de quien es.
¿Y cómo responden los priístas a esta provocación burda de quienes de plano no pueden presumir ningún logro? Hablando de los suyos, de sus logros, pero los del pasado remoto. Como el que evoca uno de sus spots propagandísticos, el pasado cardenista constructor del IMSS y de otras muchas conquistas sociales que hoy apenas sobreviven si no es que mueren de inanición.
Lo que no nos dicen es que fueron gobiernos priístas los que empezaron a desmantelar los logros del gobierno de Cárdenas, a acabar con el IMSS, con el ISSSTE, con PEMEX, y a comprometer nuestro futuro.
Por supuesto que tampoco nos dicen cómo van a salvar esos logros, cómo van a volver sobre sus pasos y construir un país diferente al que nos dejaron. Porque fueron ellos los que nos lo dejaron así, como ahora está. Y no atinan a ofrecernos una alternativa. ¿O es que alguien puede pretender en serio que la opción del cambio es el PRI?
Esa es pues la gran tragedia de la “democracia mexicana”. Que quiere ser y no la dejan. Porque en el gobierno es donde no hay demócratas y porque los que presumen de demócratas en realidad no lo son. Son de esos que reaccionan con violencia ante cualquier disidencia o crítica. O festejan sus cinco años de gobierno con mensajes que recuerdan los de Díaz Ordaz o Ruiz Cortines. Vaya, ¡ni siquiera nos han dejado extrañar al PRI!
En fin, que la polarización ya nos ha costado muy cara. La atizaron señalando como demagogo y populista a AMLO, que porque iba a gobernar como el PRI, que porque iba a acercarse a Chávez y a emular a Fidel Castro. Y ahora vemos que los de la alianza con el PRI eran otros, que los que se comportan como los peores priístas son ellos y, de paso, no han dejado de esforzarse en procurar a Chávez y a Castro para retratarse con ellos y presumir un acercamiento.

Publicado en Unomasuno el 6 de diciembre de 2011.

EL NUEVO FAP Y LAS POSIBILIDADES DE LA IZQUIERDA

De particular importancia resulta la convocatoria hecha conjuntamente por Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard para empujar la creación de un nuevo Frente Amplio Progresista, pues una vez asumida la precandidatura de consenso del primero lo urgente no es sólo concretar la reunificación de los partidos y agrupaciones de izquierda sino iniciar la reconciliación de estos con el electorado centrista o moderado, clave para fortalecer la campaña de AMLO y ampliar sus posibilidades de ganar.
La idea de esta nueva versión del FAP, según reconocieron tanto AMLO como Ebrard, es ir más allá del modelo frentista planteado después de las elecciones de 2006, porque en el FAP primero y luego en el DIA sólo participaban los partidos pertenecientes a la Coalición "Por el Bien de Todos" pero sin tener propósitos electorales, mientras que en el nuevo instrumento estarían integrados, además del PRD-PT-MC otros institutos políticos de corte de izquierda, así como movimientos sociales, ciudadanos y cívicos, con el claro propósito de confluir todos finalmente en un nuevo partido progresista.
Es decir que hablamos, claramente, de un organismo de amplia convocatoria y además con alcances mediatos e inmediatos, por lo que después de todo lo que ha venido pasando en las filas de la izquierda desde julio de 2006, después de los desencuentros en posturas y objetivos que prevalecieron hasta hace apenas unos días, es esto un buen augurio sin duda, si bien no deja de ser también un reto si lo que se busca es contar con una alternativa electoral capaz de romper con el predominio establecido por la dupla PAN-PRI en los últimos 25 años.
Es que ya no se trata nada más de canalizar por la vía institucional la rebeldía contra Felipe Calderón. Se trata mucho más que eso: de que la izquierda, de que los ciudadanos y grupos progresistas, cuenten con un instrumento de lucha social y además de alcances político-electorales para sumarlos a la campaña presidencial de AMLO y estar en posibilidades de construir con ellos una candidatura realmente competitiva y con posibilidades de ganar.
El problema ha sido el concepto de "frente" que ha prevalecido en la izquierda desde hace años. Un espacio sectario, más frecuentemente empleado para polarizar, para excluir, pocas veces para sumar, cuando lo que siempre han necesitado y necesitan los partidos de avanzada, los progresistas –desde Benito Juárez- ha sido ampliar su convocatoria. Es decir, no sólo asegurar sus votos sino aumentarlos.
Esa es la razón por la que pudo sacar adelante su programa y mantener el poder por años, y en las peores condiciones del país, el Partido Liberal en el siglo XIX: por la coalición que hombres como Juárez atinaron a entablar entre los "Puros" y los "Moderados", y al esfuerzo de estos últimos para conciliar con sectores amplios de la política y la sociedad y sumarlos al Proyecto de Nación Liberal.
Sólo que la herencia que traemos en la izquierda no es esa. La tradición de los llamados "frentes" en el siglo XX es más bien un rescoldo del stalinismo. Me refiero a la estrategia del "Frente Popular" que inventó José Stalin allá por los años 30 para expandir el comunismo de una manera solapada en todo el mundo, consciente de que no siempre funcionaba la receta de atizar la revolución como planteaba Lenin, y también de que los partidos comunistas por sí solos no podían llegar al poder.
Stalin propuso, maquiavélicamente, sumar a todos los que se dejaran, a todos los que se pudiera, y crear el “Frente” pero sólo como disfraz para usarlos cínicamente, lo que siempre acaba por revertirse. Así que de ahí le viene el descrédito al frentismo y también sus escasas posibilidades.
En México hay varias experiencias de frentes izquierdistas; pero hay también diferencias. Y son muy aleccionadoras.
El “Frente Popular” tuvo su versión en nuestro país en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) creado en 1938 por Lázaro Cárdenas, fue el sostén de su programa de gobierno avanzado pero fracasó por la polarización que generó y porque el propio Cárdenas, al fin de su gestión, se espantó tanto del ritmo de sus reformas que renegó de su izquierdismo y cedió el poder a los moderados.
Años después, a raíz de que su sucesor enterró el PRM y creó el PRI, el “Tata”, arrepentido, intentó corregir su error y rehacer el Frente desde la oposición. Lo logró en 1952, cuando empujó la candidatura de Miguel Henríquez Guzmán, y entonces sí la izquierda estuvo a un paso de alcanzar el poder porque se dio en torno al general Henríquez un movimiento tan amplio que logró captar no solamente el tradicional voto izquierdista sino el de clases medias, trabajadores, campesinos, intelectuales, empresarios y hasta militares.
Otros intentos se hicieron en 1958 y 1964, años en los que se habló de un “Frente Patriótico Nacional” y luego del "Frente Electoral del Pueblo", pero a diferencia del henriquismo, que como se ha dicho representó una amplia convocatoria ciudadana, ambas experiencias fueron sectarias y sin mayores posibilidades de sumar votos. Incluido desde luego también el llamado "Frente de las Fuerzas Democráticas” que en 1958 creó Vicente Lombardo sólo para encubrir su alianza con el PRI y recibir a cambio curules y recursos. Y por cierto que un Presidente que fue producto de esa alianza fue un reputado derechista, nada menos que Gustavo Díaz Ordaz.
Tuvieron que pasar más de 30 años para que los izquierdistas entendieran que ni por el camino del sectarismo ni por el del colaboracionismo iban a ninguna parte, hasta que en 1988 apareció otro frente amplio, el “Frente Democrático Nacional” que se congregó en torno a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, y otra vez estuvieron a un paso del poder, sólo para volver a dividirse y regresar al sectarismo por casi 20 años, hasta que en 2006 se logró articular al fin un movimiento de amplia convocatoria, la "Coalición por el Bien de Todos", con su esquema muy similar al henriquista, gracias al cual, por una vez más, se estuvo a un paso de llegar el poder.
Lo que ha diferenciado, en suma, a los Frentes izquierdistas competitivos de los que no lo han sido es su capacidad de convocar más allá de los sectores tradicionales de izquierda, de atraerse al votante indeciso, a los centristas y a los moderados. Así que esa es una lección que la izquierda no puede despreciar, si en verdad quiere no sólo ganar elecciones sino acceder al poder.
No por nada AMLO está montado hoy en un discurso incluyente y reconciliador, que es en realidad su discurso de siempre y parte de un proyecto que como decíamos al principio es resultado del acuerdo con Marcelo Ebrard quien, por otro lado, siempre se ha ostentado como más cercano a las clases medias y empresariales y por lo mismo tiene ahora la importante misión de acercarle ese electorado a AMLO.
Bueno, pues para eso debe de servir el FAP. AMLO ha dicho que entre él y Ebrard hay el compromiso “de convocar a todos los ciudadanos, de todos los sectores productivos, de todas las clases sociales, de todas las corrientes de pensamiento”. Es decir, que en esta etapa irán juntos (“nos vamos a complementar”) para “potenciar” sus fuerzas. Y ese es el papel que está llamado a tener el nuevo FAP: aprovechando ese acuerdo y el ambiente de unidad, llevarlos más allá de la foto y concretarlos en acciones que se traduzcan en votos.
Por supuesto que lo que pasó en Michoacán es una lección. Unos y otros esgrimirán sus razones para justificar los errores que facilitaron el regreso del PRI. Dirán misa, lo único cierto es que los acuerdos se construyen entre quienes los quieren hacer y los resultados del 13 de noviembre son aleccionadores porque probaron que no basta un convenio firmado entre los tres partidos de izquierda si no es real el compromiso de trabajar en una estrategia común. Se necesita entonces algo más que tomarse la foto. Y esto es sumar esfuerzos y voluntades pero de un modo tal que sea tangible, cuantificable. Algo tan simple como traducir adhesiones declarativas en votos. Ese es el reto.


Publicado en Unomasuno el 29 de noviembre de 2011.

LA MODERACION EN TIEMPOS DE UNIDAD DE LA IZQUIERDA

Pasó lo que pocos creyeron que podía pasar. Lo sorprendente no fue tanto que Andrés Manuel López Obrador resultara el vencedor en la prueba de las encuestas sino que, sin pleitos ni escándalos, superando los pronósticos y una tradición que condenaba, de un día para otro toda la izquierda, partidos, grupos y corrientes, se unieron en torno a su precandidatura, en torno a un solo liderazgo, algo que no se veía desde hace 5 años. Los mismos que AMLO lleva de estar recorriendo todos los rincones del país construyendo un movimiento social al margen de los partidos.
Algo digno de resaltar es que, a pesar de eso, del innegable apoyo popular que lo respalda desde hace tiempo, AMLO aceptara someterse a la prueba de la democracia, someter su liderazgo y sus aspiraciones a la encuesta a que lo retó Marcelo Ebrard, hecho realmente inusitado en el caso de los líderes mexicanos tan proclives al caudillismo mesiánico y al úkase de los destinos manifiestos. Tenía tazones de sobra para negarse. Además de su movimiento, el respaldo incondicional de dos partidos –el PT y MC, antes Convergencia- que con gusto lo hubieran hecho su candidato, sólo que prefirió apostarle a la unidad y ya vemos cuan acertada fue esa apuesta.
El caso es que la izquierda está hoy en su mejor momento en años, aunque hay quien sin entender esto –y también quienes por lo contrario, porque lo entienden muy bien- le cuestionan a AMLO su “transformación”, su “moderación” en el discurso y su actitud conciliatoria con todos, reviviendo la leyenda negra sobre la que se posicionó la candidatura calderonista en 2006.
Dicen ahora que es “simplemente maquillaje”, “que se está disfrazando de oveja para luego sacar los colmillos” que “ha cambiado sólo en apariencia, como el Gatopardo”. Y el remate: “¡Qué distinto hubiera sido si hubiera reconocido el triunfo electoral de Calderón!”. El manido argumento de “los sensatos”, esos que alegan que una prueba del grado de madurez política de un pueblo es que, pasadas las elecciones, los que pierden reconocen sin chistar a los que ganan y se da vuelta a la hoja; olvidando, empero, que aquí esto ha sido imposible, es imposible, porque como el que gana no lo hace a la buena, como no hay competencia justa ni leal ni honesta, y mucho menos limpia, los perdedores no se pueden prestar a una reconciliación. Y los que lo hacen es casi siempre a un altísimo costo pues los ganadores los quieren doblegados, arrepentidos, incondicionales. Porque dialogar aquí, negociar y sentarse a la mesa para tener acuerdos, siempre ha equivalido a doblar las manos, a transigir y traicionarse a sí mismo. Y cuando no es así, los perdedores simplemente son borrados del mapa político.
En un país en el cual una militancia entregada y comprometida es sinónimo de “obsesión” cuando no de antipatriotismo, es difícil que prospere la cultura de la democracia. Basta recordar a los osados, que no son pocos, que cometieron el “pecado” de tener congruencia política y acabaron en el olvido.
Por eso es valioso el precedente que está creando AMLO. Una excepción en el mar de oportunismos y deslealtades, de canje de principios por intereses pragmáticos que hasta se presentan como admirables y signos de “civilidad”. Sí, porque no hay que confundirse. Nada hay peor que los rebeldes “que se moderaron”, esos que acabaron convencidos de que no quedaba más que negociar con el poderoso en turno, muy útiles por cierto para desalentar nuevas rebeldías y obstaculizar las auténticas transformaciones.
Precisamente la semana anterior hablaba de los riesgos de la ”moderación”. Y aclaraba que una cosa es moderación y otra concesión, que es en lo que frecuentemente han caído nuestros políticos. Ejemplos de esa clase de moderación, suicida decía, porque es moderación que opera en contra del cambio y de los avances, tenemos a Ignacio Comonfort frente a Benito Juárez en 1857, y a Francisco I. Madero frente a Venustiano Carranza en 1911. Ese sí es del tipo de moderación que apesta. Comonfort tuvo la osadía de desoír a Juárez y darse un autogolpe de estado para hacer un pacto “de reconciliación” con los conservadores a costa de la Reforma. Y Madero negoció, a cambio de la renuncia de Porfirio Díaz, la formación de un gobierno de coalición entre los revolucionarios y los porfiristas, contra la opinión de Carranza, de los “radicales” de entonces, que advertían que “revolución que transa se suicida”. Para aquellos que afirman que sólo se puede ganar concediendo y cediendo frente a los hechos, los “tercos” Juárez y Carranza son la prueba más palpable de lo contrario.
Sólo que no sólo hay la moderación que opera en contra del cambio y los avances. También hay la moderación que suma -yo la llamaría más bien estrategia incluyente-, que sirve para hacer viables los cambios y los avances. Y para ilustrarla también hay buenos ejemplos. Juárez y Carranza mismos son dos de ellos. Aún cuando ambos eran hombres definidos, ni Juárez ni Carranza llevaron sus causas a los extremos, pero tampoco cedieron. Por eso las salvaron, y las ganaron. Otro es Lázaro Cárdenas, de quien también hemos hablado aquí.
Cárdenas encabezó en su momento un proyecto de grandes y profundas transformaciones, radical podríamos llamarlo. “Existe en toda la nación –declaró al inicio de su campaña, allá por 1934- un profundo deseo… de que el país progrese y de que se mejoren moral y económicamente las masas obreras y campesinas de la República; pero para esto, y para cualquiera otra tendencia que quiera el pueblo ver realizada, se hace necesario que se organice, porque toda idea impulsada aisladamente hace nulos sus esfuerzos”.
Es que Cárdenas entendía que en un país como México –tan plagado de desigualdades y de pobreza- la “moderación” y la “conciliación” podían convertirse en una trampa. Por eso hablaba de organizar la lucha social, de encausarla en la ley. Pero pasó que con este discurso provocó reacciones que hicieron peligrar su triunfo; la candidatura de su contrincante Antonio I. Villarreal empezó a crecer amenazadoramente y dice José C. Valadés que lo tuvo que modificar: “Tuvo que cambiar el rumbo de su propaganda. En efecto, sus primeras palabras… repercutieron hondamente… e hicieron que Cárdenas advirtiese la necesidad de la reserva y precaución políticas. De esta suerte, abandonando momentáneamente lo novedoso y extremista, formuló un segundo ideario político… que produjo un ambiente de tranquilidad nacional y restó fuerza al villarrealismo, que se servía de las exageraciones ideológicas de los novatos líderes del cardenismo para predisponer a éste con la población temerosa de las innovaciones experimentales”.
Comprendiendo pues, que su discurso inicial le alejaba electores y más que abonar a su causa la auto-saboteaba, Cárdenas hizo oportunas correcciones que le permitieron ganar la Presidencia sin problemas y ya en ella empujó su agenda revolucionaria. Una agenda, hay que decirlo, que heredó no sólo un país más justo 6 años después sino una economía en ascenso, una iniciativa privada nacional fuerte y una basta obra de infraestructura para el desarrollo que después de él sólo los gobiernos de los 60-70 lograron medio igualar.
Así se hace la política con P mayúscula. La política que debe hacer la izquierda, trabajando unida, de verdad y en serio, para reconstruir el proyecto progresista amplio incluyente que frustró hace 5 años la propaganda negra y el falso discurso conciliatorio que nos ha llevado a esto, a un redentorismo rampante de adversarios fabricados, de una guerra de muertos incontables, del mantenimiento de un país dividido, partido en dos y enfrentado estérilmente.
No olvidemos que la verdadera reconciliación nacional, la que garantiza estabilidad y progreso firmes, es la que viene del respeto a las formas democráticas, del respeto al pueblo. Y a sus decisiones.
Ahora que se está reivindicando al fin el valor de la congruencia es tiempo de asumir también que el dilema de la izquierda no reside, como sugieren los “realistas”, entre escoger entre ser cola de león (un gobierno de coalición) o cabeza de ratón (conformándose sólo con retener el DF) sino que se debe trabajar por ser cabeza de león. Esto es, no apostarle a perder sino abonarle partidos, grupos y corrientes, al proyecto de AMLO y trabajar unidos, todos, sin mezquindad ni regateos, por hacer realidad su triunfo en las urnas.
El reto para la izquierda apenas comienza.


Publicado en Unomasuno el 22 de noviembre de 2011.

MENTIRAS REPETIDAS, TLATELOLCO EN LA MEMORIA



Acaba de decretarse por La Cámara de Diputados, y votado por unanimidad, que el 2 de octubre sea incluido en las fechas de duelo nacional y que la bandera nacional sea izada a media asta en escuelas, edificios públicos, embajadas y consulados de México en recuerdo de "los caídos en la lucha por la democracia de la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco en 1968".


Y leo, a propósito del evento, un artículo del novelista Francisco Martín Moreno, sobre la matanza del 2 de octubre, que lo menos que mueve es a la indignación.

Dice este señor, por ejemplo, que “el Ejército jamás disparó contra la población”, que los autores de la masacre fueron “francotiradores ajenos a las Fuerzas Armadas”, que los muertos no pasaron de 50 y, ya en el colmo, que “el movimiento estudiantil de 1968 fue urdido por la CIA para derrocar al gobierno de Díaz Ordaz e imponer un dictador”, “como fue el caso de Castillo Armas cuando en 1954 depuso a Jacob Arbenz en Guatemala”, y no sé cuantas sandeces más.
La verdad es que no hace sino repetir la versión oficial de la masacre. La que dio el propio Gustavo Díaz Ordaz hasta su muerte y la que ofrecía el general Marcelino García Barragán, muy seguramente como excusa de algo que, sin embargo, siempre le avergonzó pero no pudo evitar por el papel que se le ha dado al Ejército después de la Revolución, de mero subordinado del poder civil.
Sobran pruebas y testimonios de infinidad de testigos presenciales que prueban todo lo contrario: que lo del 2 de octubre fue un plan perfectamente elaborado y ejecutado. La ubicación de tropas en lugares estratégicos, la ocupación previa de edificios y de la torre de la secretaría de Relaciones por elementos de la Dirección Federal de Seguridad, la presencia de decenas de ambulancias y camiones militares en las calles adyacentes a Tlatelolco desde horas antes de los acontecimientos. Las bengalas. Todo esto demuestra que se trató, llanamente, de una decisión de Estado que involucró al Presidente desde luego, al secretario de Gobernación, al de la Defensa, a la Dirección Federal de Seguridad y a todas las fuerzas policíacas y militares, que fueron a la Plaza de las Tres Culturas con la orden clara de disolver, “al precio que fuera”, la manifestación estudiantil.
Ahí está el testimonio de Oriana Fallaci, la reportera italiana que se encontraba aquella tarde en el edificio Chihuahua y resultó herida: “La plaza estaba literalmente cercada por los cuatro lados... a cualquier parte que mirásemos veíamos llegar camiones y auto-blindados. Al fondo, al frente del edificio, hay una especie de puente y se detuvieron sobre él. Se abrieron los camiones, es decir la parte posterior de los camiones, y los soldados se lanzaron abajo disparando. Pero no disparando al aire, disparando abajo. No tenían los fusiles hacia arriba, sino hacia abajo...” (L’Europeo, 17-X-1968).
Y el de Félix Fuentes, reportero de La Prensa: “Un helicóptero arrojó luces de bengala sobre la Plaza de las Tres Culturas y unos cinco mil soldados dispararon sus armas para provocar el pánico en la multitud... La gente trató de huir por el costado oriente de la Plaza y mucha lo logró, pero cientos de personas se encontraron a columnas de soldados que empuñaban sus armas a bayoneta calada y disparaban en todas direcciones” (3-X-1968).
Y el de Philippe Nourry, corresponsal francés: “Fue la tropa quien disparó primero, cuando un helicóptero del ejército lanzó una señal luminosa. Al menos, fue él quien comenzó a disparar en forma masiva... Tan grande era la confusión que parece que por momentos las fuerzas del orden se ametrallaron mutuamente” (Le Fígaro, 4-X-1968).
Y el de Claude Kiejmann, también francés: “Contrariamente a la versión que dieron la mayor parte de los periódicos mexicanos, ningún disparo salió de los edificios que rodean la plaza, ni de los techos. Por el contrario, se distingue entre la masa hombres vestidos de civil, con un guante blanco en la mano izquierda, que les hacían señales a los militares para que desencadenaran un fuego nutrido contra los manifestantes...” (Le Monde. 5-X-1968).
Seguramente toda esta gente que estuvo en la Plaza no vio lo que vio o fue presa de una alucinación colectiva. Por eso indigna la versión de Moreno, por lo burda y grosera, pues si todavía faltaran pruebas de su falsedad, está el testimonio oficial recogido de varios militares, que prueba que el Ejército y el batallón “Olimpia” y todas las demás fuerzas desplegadas en Tlatelolco actuaron esa tarde perfectamente bien coordinados. Y es claro que las bengalas fueron la señal previamente convenida, para la intervención militar. Basta leer las actas ministeriales levantadas el 3 de octubre de 1968. Y lo que decía el general José Hernández Toledo, el responsable del operativo, quien nunca ocultó cuál fue el sentido de esas bengalas: “Fueron tiradas por miembros de Inteligencia Militar. Las verdes, que se lanzaron primero, ordenaban el avance; las rojas, eran otra clave convenida...” (Alerta, Num. 171 bis, 12-X-1968).
Hasta Díaz Ordaz habría hablado de ellas: “Total, un simple semáforo”, así las llama textualmente en sus memorias inéditas. Y el general Alonso Corona del Rosal, jefe entonces del DDF: “Un helicóptero del Ejército dejó caer una luz de bengala para indicar a las tropas que avanzaran hacia la plaza” (Mis Memorias Políticas). Todo lo cual prueba que el Ejército sí disparó a la gente el 2 de octubre como un plan previamente convenido, aún cuando no signifique eso que a los militares les gustara cumplir la orden. Eso es otra cosa. Lo que pasa es que el debate de fondo no es sobre la responsabilidad del Ejército ni sobre el papel que han jugado los militares en los últimos 82 años. No es la lealtad militar la que está en duda, tampoco su sometimiento al poder civil –que por cierto nos costó más de un siglo de luchas y conflictos-, sino el mal uso que del poder hicieron ese día y han seguido haciendo a la fecha las autoridades civiles, las únicas constitucionalmente autorizadas para dar órdenes.
Simplemente estoy hablando de hechos. Ahí están los testimonios, muchos, de reporteros y testigos del 2 de octubre. Y bueno, finalmente otro, que al menos para mí es incontrovertible. Me refiero a la imagen que yo tengo -5 años de edad tenía entonces- de soldados disparando sobre la Plaza de Tlatelolco. Eso fue lo que yo ví aquella tarde, parado, del brazo de mi abuela, en el cruce de la avenida Nonoalco (hoy Eje Ricardo Flores Magón) y San Juan de Letrán (hoy Eje Lázaro Cárdenas). Ví eso, y no lo olvidaré jamás. Como ví también lo que a mí siempre me ha parecido una clara señal emitida desde el helicóptero militar porque luego, como cronómetro, perfectamente bien organizado, vino el ataque sobre la multitud. Me refiero a las bengalas que salieron del helicóptero. Y a esa señal, sólo entonces, a la cual obedecieron los soldados para avanzar disparando hacia la plaza. Eso es, repito, lo que a mí me consta y recuerdo muy claramente para que ahora me vengan a decir que todo fue un sueño, una alucinación de mi mente infantil.
¿Pero qué se puede esperar de un señor, Francisco Martín Moreno, que ha frivolizado la historia a tal punto que la reduce a hablar de la vida íntima de los próceres; que niega la existencia de “El Pípila” y de “Los Niños Héroes”; que afirma que Miguel Hidalgo no fue el padre de la patria sino Matías de Monteagudo, el conspirador que fraguó la conspiración de La Profesa con Agustín de Iturbide para pervertir la independencia, y como esas muchas otras mentiras por el estilo?
Lo he dicho muchas veces: que hace falta un balance crítico de nuestra historia, un balance que nos lleve a la verdad y a dilucidar nuestro pasado al margen de partidismos e intereses faccionales.
Está visto que no será Francisco Martín Moreno uno de los que lo haga.

Publicado en Unomasuno el 15 de noviembre de 2011.

LECCIONES HISTORICAS EN TIEMPO DE ENCUESTAS

Sigue el tema de las coaliciones como oferta de campaña, como propuesta para resolver los problemas del país, y en el momento tan especial que vive la izquierda –las encuestas que habrán de decidir a su abanderado- cobran particular importancia porque aunque casi no se diga resulta que, gracias a ellas, a las coaliciones, la izquierda se encuentra divida entre lo que algunos llaman el proyecto de la izquierda “moderna”, empatado con el de una parte del PRI y también del PAN, y el de la izquierda definida, que les gusta llamar “radical”, y el cual claramente se contradice con el anterior.

Hablaba la semana pasada de la proclividad de algunos políticos mexicanos a identificarse con Lula, el ex presidente brasileño, y ni mas ni menos que para justificar la promoción de programas de gobierno que lo mismo suscribirían los priístas que los panistas y, claro, la izquierda moderada.
El problema es que, con todo y las bondades con la que nos quieren vender los gobiernos de coalición, no puedo evitar que venga a mi memoria el recuerdo de Porfirio Díaz en abril de 1911 prácticamente derrotado, vencido por un dolor de muelas y por la amenaza maderista, temeroso ante su caída, fraguando con su ministro de Hacienda José Yves Limantour una última salida salvadora: pactos y acuerdos y hasta reformas políticas oportunistas, todo con tal de sobrevivir a la revolución. Y también el de Victoriano Huerta en 1913, aferrado al poder, decidido a olvidarse del “Pacto de la Embajada” que lo llevó a la presidencia, amenazado ya por la insubordinación de Venustiano Carranza, tratando de evitar lo inevitable, auxiliado por el tenebroso Francisco León de la Barra para evitar que la ola constitucionalista lo avasallara, como de todos modos finalmente pasó.
Hablo de los mañosos acuerdos de coalición que la historia nos enseña que, al menos en México, sólo han servido para aplazar los reclamos populares, para torcer la voluntad mayoritaria, y darle a los políticos un cierto margen para maniobrar a costa de los cambios verdaderos.
En el caso de Porfirio Díaz, arrinconado por sus propios errores, pasó que estaba peleado con todos cuando lo sorprendió, en noviembre de 1910, la revuelta de Francisco I. Madero. Obstinado en concentrar todo el poder, se olvidó de sus viejos aliados que lo habían encumbrado, al grado de que hasta su principal sostén, Limantour, quien además era el jefe de los “científicos”, estaba muy lejos, tan lejos como que se fue a Europa con tal de no tener más tratos con él, cansado de sus juegos y sus traiciones.
Díaz había construido su dictadura a partir, precisamente, de un gobierno de coalición, de “conciliación nacional” se le llamó entonces, cuidadosamente tejido por él mismo durante los 4 años del interinato de Manuel González con todos los partidos y hasta con sus antiguos enemigos; pero poco a poco se olvidó de todos. El hecho es que cuando tenía ya encima el reclamo de la renuncia por parte de los alzados de Madero, convenció a Limantour de regresar y urdió con él un plan para sostenerse un poco más: rehacer su coalición con la Iglesia y con los empresarios, mediante la creación de un partido a modo, el Partido Católico Nacional, para que lo legitimara y lo apoyara en su idea de hacer una especie de “gobierno de reconciliación nacional” que eliminara de la escena al maderismo.
“El secretario de Hacienda –escribió Eduardo J. Correa- se echó en busca de los católicos liberales ricos, de los que a la sombra de la paz habían acrecido sus fortunas, de los que como figuras decorativas eran exhibidos en las comparsas electorales, para formar un partido nacionalista con aparente filiación de independencia; pero manejado entre bastidores por los manipuladores oficiales”.
Al final no hizo la alianza Limantour ni Díaz, pero sí la hizo Madero, presionado por ambos, pues de hecho uno de los resultados de los acuerdos de Ciudad Juárez fue ni más ni menos, a cambio de la renuncia de Díaz, formar un gobierno de coalición entre los revolucionarios y los científicos, aún contra la opinión de los “radicales” de entonces que advertían que “revolución que transa se suicida”.
El mejor ejemplo quizá, el más crudo, del fracaso de las medias tintas y de los contubernios conciliatorios en la política mexicana es ese. El de Madero. Si hay un político representativo de la moderación es él. Desoyó las enseñanzas de la historia, el fracaso del gobierno de Ignacio Comonfort, otro ejemplo de “moderación”. Y le costó la vida. Y al país muchas más.
¿Cómo olvidar las gestiones de Limantour en Nueva York cuando, en su viaje de regreso a México, se encontró allá con Madero para negociar a nombre de Díaz y se dice, al menos existen varios testimonios al respecto, que pactó con él la caída del dictador a cambio de la continuación de la dictadura mediante la eliminación del ejército revolucionario y la formulación de un gabinete compartido por maderistas y porfiristas.
La tragedia griega en que devino el maderismo tiene como detonante, no la ingenuidad de Madero como dicen los historiadores frívolos, sino su empeño por conformar a todos, por sumar a todos y hacer un gobierno “de reconciliación” lo llamó él, que buscaba frenar los cambios radicales. Al Partido Católico le llegó a ofrecer la derogación de las Leyes de Reforma a cambio de una alianza demócrata-cristiana, pero finalmente lo único que prohijó fue la traición de los reaccionarios y su propio asesinato.
Todos se lo advirtieron. Que al ceder poder a los moderados estaba suicidándose y liquidando a la revolución. El Grupo Renovador del Congreso le entregó dos semanas antes del cuartelazo, en enero de 1913, un memorial reprochándole la distancia que había tomado de su partido, lo que fatalmente se revertiría -le advierten- en contra de él mismo; lamentaban la “funesta conciliación y el hibridismo deforme” del gobierno con los porfiristas y concluían que sólo podía evitar su caída dejando a la revolución en manos de auténticos revolucionarios… Lo que finalmente no hizo.
Muy tarde se dio cuenta de su error. Sólo reacciona cuando, ya preso de Huerta, se entera del sacrificio de su hermano Gustavo. Rompe en sollozos y exclama: “El único culpable fui yo por confiar en quien confié”. Y al embajador Márquez Sterling, contundente, le confiesa: “Ministro, si vuelvo a gobernar, me rodearé de hombres resueltos que no sean medias tintas… He cometido grandes errores… Un presidente electo por 5 años, derrocado a los 15 meses sólo debe quejarse de sí mismo… y así la historia, si es justa, lo dirá: no supo sostenerse”.
Bueno, pues otro que intentó hacer un gobierno de coalición y “unidad nacional” fue nada menos que el usurpador Huerta. Para quedarse en el poder por más tiempo y para evitar que lo avasallara la revolución constitucionalista. Ayudado por el eterno intrigante León de la Barra convocó a una reunión de todos los partidos existentes, el 11 de junio de 1913, con el objeto, así les dijo, de “neutralizar a la Revolución” mediante “una asociación, transitoria o permanente, en la que estuvieran representadas todas las tendencias políticas”. Y hasta nombre le puso: “Liga Cívica Nacional”. Formaron parte de ese intento coalicionista los partidos Felicista, Renovador, Católico, Evolucionista, Republicano y hasta el Antirreeleccionista, pero fracasó de plano porque la trampa era tan burda que por sí sola se desautorizó. Y además, claro, porque el ímpetu revolucionario fue imposible de contener.
Ya escucho a algunos decirme que soy un exagerado, que hay ejemplos de coaliciones exitosas en Chile, en Brasil; sólo que esta es nuestra experiencia histórica, y lecciones y enseñanzas que no podemos ignorar.
Cosas muy trascendentes estarán en juego en estos días. En las filas de la izquierda, sobre todo, dos que al parecer de algunos son irreconciliables: su rentabilidad electoral y su existencia misma. “Candidatura testimonial o candidatura competitiva” plantean, como si en verdad cupiera la disyuntiva. La encuesta decidirá. Hay responsabilidades en ello y en lo que va a pasar. Cada cual es libre de asumirlas a su modo. Y de ocupar el lugar que en justicia le tocará ocupar. En la historia.
Lo que sí es que nadie podrá escapar al reto porque hoy es tiempo sí, de decisiones. Pero sobre todo de definiciones. Veremos y diremos.

Publicado en Unomasuno el 8 de noviembre de 2011.



CALDERON, PEÑA, LULA Y LA IZQUIERDA “CORRECTA”





Ya hemos abordado el tema en otras ocasiones, el del Mito Lula y su paradigma de la “izquierda correcta” que tanto le gusta a la derecha, a la mundial y la nuestra sobre todo; pero nada más ilustrativo como las declaraciones y las estampas que produjo su más reciente visita.

Basta recordar lo que dijo Felipe Calderón ante empresarios en el aniversario de ConMéxico: “Déjenme citar, señaló, a una persona muy admirada en México, por mí también, y buen amigo mío, como es el ex Presidente Lula”. Desde luego para avalar sus propias posiciones y propuestas, que remató de la siguiente manera: “Necesitamos reformas que posibiliten la inversión en capital privado, no que lo restrinjan, y no sólo capital nacional, capital internacional”. El mismo discurso, por cierto, con el que reaparece Carlos Salinas para autorresponder a su pregunta ¿Qué Hacer? Y repetir: privatizar, abrirse, concluir las reformas que él inició. Crear, en pocas palabras, “una nueva etapa de liberalismo social”, su ya vieja propuesta con la que empezó a enterrar hace 20 años el programa popular surgido de la Revolución Mexicana.
Y el problema, hay que insistir y ser muy claro en ello, no es el capital privado ni la inversión extranjera en sí sino el modo como los gobiernos neoliberales mexicanos –empezando por el salinista y acabando con el calderonista- han abordado la privatización, no otra cosa que una muy buena estratagema para justificar la corrupción y el tráfico de influencias, y un muy buen pretexto para encubrir su entreguismo y el saqueo de nuestros recursos y de los bienes del pueblo por las grandes corporaciones globales.
No es la primera vez que Calderón externa, por cierto, su admiración por el ex Presidente brasileño, así que eso no es lo que asombra. Lo que asombra es que en ese mismo tenor hayan coincidido, casi como si fuera campaña, personajes aparentemente tan disímbolos como Cuauhtémoc Cárdenas, Marcelo Ebrard, Miguel Alemán y hasta Enrique Peña Nieto. Porque ahora resulta que todos quieren parecerse a Lula o gobernar como él.
Por eso yo sé que a muchos que presumen de izquierdistas les va a sonar como sacrilegio lo que voy a decir, pero la verdad es que, independientemente de sus resultados en Brasil –que le toca juzgar al pueblo del Brasil- en México la evocación del lulismo es la bandera más presentable no de la izquierda sino del conservadurismo, del mantenimiento del actual estado de cosas y desde luego del no cambio.
Lo que trato de decir es que quizá no tenga la mayor importancia la profesión de fe lulista del ex gobernador mexiquense e incluso de Felipe Calderón, en tanto estas muy seguramente no impliquen más que una reiteración de sus posturas. Pero en el caso de los izquierdistas llamados “moderados” la tentación de utilizarlo para evidenciar la distancia que hay entre el estilo de AMLO y el de Ebrard, por ejemplo, y la existencia de una izquierda “más abierta”, “más tolerante” y con un programa muy parecido al que han tenido para gobernar los priístas y los panistas, deja mucho que desear.
Y deja mucho que desear porque independientemente de la “buena fama” de Lula el hecho es que su exaltación hoy, por lo que representa aquí, puede hacer pensar en que no hay alternativa al neoliberalismo o peor, que lo que en realidad se está cocinando es ese gran acuerdo de coalición para resolver la sucesión del 2012 en un gran contubernio cupular, sin comprometer para nada el modelo político-económico actual sino antes bien para mantenerlo tal cual. Lo que no abona en nada a la unidad de la izquierda, que tanto se dice y se proclama como indispensable para tener posibilidades de ganar.
Me refiero, concretamente a que lo que se presume como ejemplo de izquierdismo no lo es tanto. En Brasil mismo, hace muchos años se empezó a cuestionar la congruencia de Lula; no su eficacia, pero si su compromiso con el programa del partido que lo llevó al poder. Lo que es más, es famosa la declaración de Lula en su primer acto de campaña por la reelección, el 13 de julio de 2006, reconociendo que “nunca fui un izquierdista” y admitiendo que en su segundo mandato proseguiría con políticas conservadoras.
En su favor se alega que si bien no hizo ninguna revolución sacó a 19 millones de personas que estaban sumidas en la pobreza y hoy la economía de Brasil es una de las más dinámicas del mundo, con más de 5% de crecimiento anual. Del lado de sus negativos se dice que no actuó sobre las desigualdades estructurales; que en efecto, durante su mandato las rentas de los más pobres aumentaron de manera notable pero las de los ricos todavía más; que favoreció una política de neo-colonización, al hacer posible que Brasil, que era la octava potencia del mundo industrial, se convirtiera en un exportador de productos primarios; además de que privatizó las jubilaciones y destruyó prácticamente la columna vertebral de la legislación social, en lo que se refiere a los derechos del trabajo, tal como los capitales transnacionales están exigiendo.
Otro problema aún más grande es que embarcó a Brasil en una política de agrobusiness, que aplazó la prometida reforma agraria e incluye el cultivo intensivo de lo que se llama organismos genéticamente manipulados (OGM) y de agrocombustibles, para gran regocijo de empresas como Monsanto, acogidas con los brazos abiertos pero con consecuencias medioambientales y sociales desastrosas.
Esto sin contar que sus políticas asistencialistas más exitosas, como la de Bolsa Familiar, estuvo inspirada por “Oportunidades” de México y ha resultado completamente insuficiente para resolver la desigualdad social.
José Maria de Almeida, líder obrero que participó de la fundación del PT, que fue preso en 1980 junto a Lula y actualmente es miembro de la dirección del Partido Socialista dos Trabalhadores Unificado (PSTU), denunció en su momento que el de Lula no era un gobierno para los trabajadores: “gobierna para los banqueros y grandes empresarios”. Y Alipio Freire, otro fundador del PT y ex amigo de Lula, sentenció categóricamente que su mayor pecado ha sido hacer del PT un partido de centro, de “extremo centro”, y servirle a la derecha: “La derecha tuvo una estrategia de desmonte del PT y Lula la aceptó”.
Efectivamente, algunos de los saldos del lulismo -a quien desde siempre se cuestionó su preferencia por las alianzas con la derecha- fueron el desmembramiento del PT, del que salieron, entre otras, la fracción dirigida por Heloísa Helena (expulsada) y Acción Popular Socialista; la creación de una izquierda dócil mediante la cooptación del movimiento popular y el debilitamiento de la izquierda digamos definida, cuyo voto se redujo a menos del 3% en las últimas elecciones.
Lo que se dice es que, gracias a la gestión y liderazgo de Lula, el más exitoso partido de izquierda de las últimas décadas, que nació con una postura crítica al reformismo de los partidos socialdemócratas y que tantas esperanzas provocó en Brasil y en tantas otras partes del mundo, se asemeja hoy al “New Labour” de la vieja Inglaterra. Ha acabado por convertirse en un partido funcional de la derecha, se agotó como partido de izquierda para calificarse francamente como gestor de los intereses dominantes en el país. En suma, se convirtió en un partido que sueña en “humanizar” el mercado, combinando una política macroeconómica neoliberal y una política social asistencialista, absolutamente ad hoc al capitalismo, razón por la cual Lula es considerado por Wall Street y gran parte de las elites globales como uno de los mejores presidentes de la historia democrática del país.
Precisamente por eso el politólogo Franck Gaudichaud ha calificado su gestión de “social liberalismo a la brasileña” o como dicen otros analistas de “liberal-desarrollismo”, una suerte de neoliberalismo populista. Es decir, exactamente lo que propone Salinas, el programa con el que gobernó entre 1989 y 1994, el que nos adosaron los últimos gobiernos del PRI y exactamente el mismo programa que han seguido los del PAN, sólo que llevado a fondo. Porque resulta ahora que el “éxito” de la izquierda radica en llevar hasta sus últimas consecuencias los programas de la derecha que no pudieron hacer los derechistas.
¿A eso se refieren cuando exaltan a Lula y postulan su programa como la solución de México?

Publicado en Unomasuno el 1 de noviembre de 2011.