viernes, 22 de octubre de 2010

PRESENTACION DE LOS 4 ENSAYOS SOBRE UNA SOCIEDAD EN DECADENCIA DE ARTURO GONZALEZ COSIO


Es para mí muy honroso compartir con Arturo González Cosío la presentación de estos ensayos que encierran mucho de su experiencia humana y política.

No he querido hablar de ellos desde el punto de vista del análisis sociológico, porque hay aquí más calificados para hacerlo. Prefiero pues bordar mi intervención a manera de homenaje, partir de las vivencias que con Arturo he compartido y nos han hermanado, porque eso es lo que mejor explica mi presencia aquí. Mi asociación con el autor: su activa militancia henriquista, su militancia en la oposición en el partido que quiso llevar a la presidencia al general Miguel Henríquez Guzmán allá por los 50, y mi prematura militancia en un henriquismo tardío, un henriquismo ya sin el general pero con los mismos ideales, en los 80, que me llevó a conocer y a tratar a González Cosío; a compartir muchas mañanas y muchas tardes analizando el episodio, orientándome él en su comprensión, ayudándome en la elaboración de mi último libro, desentrañando juntos el misterio de una más de nuestras tantas fallidas luchas por la democracia.
México ha sido un país adonde abundan los movimientos hechos en nombre de la democracia, muy seguramente porque casi nunca la hemos tenido. Si repasamos nuestra historia, toda ella es la sucesión de esa lucha y del enfrentamiento al parecer interminable, entre dos bandos: el de los ganadores y el de los perdedores. El de los que queremos la democracia y el de aquellos a quienes les estorba.
Dicen que una prueba del grado de madurez política de un pueblo es que, pasadas las contiendas y las elecciones, no hay ganadores y perdedores y se da vuelta a la hoja. Aquí esto ha sido imposible, es imposible, porque como el que gana no lo hace a la buena, como no hay competencia justa ni leal ni honesta, y mucho menos limpia, los perdedores no se pueden prestar a una reconciliación, y los que lo hacen es casi siempre a un altísimo costo porque los ganadores los quieren doblegados, arrepentidos, utilizables. Porque dialogar aquí, negociar y sentarse a la mesa para tener acuerdos, siempre ha equivalido a doblar las manos, a transigir y a traicionarse a sí mismo. Y cuando no es así, los perdedores simplemente son borrados del mapa político. Cuesta mucho trabajo sostenerse dignamente en la oposición.
Pues bien, esto es algo que admiro en González Cosío. Cómo sobrevivió al henriquismo, a una militancia apasionada, entregada, comprometida y a la desilusión de la derrota, el no ver a su candidato sentado en la silla presidencial. Y lo pudo hacer, pudo sobrevivir a todo eso, gracias, en buena medida, a que jamás dejó de hacer política y a que al parejo, volcó su talento y su afán en el estudio, en la academia. No para aislarse en su torre de marfil sino labrando su humanidad a partir del entendimiento de la realidad humana y del cultivo de la poesía. Raro giro de un personaje que organizaba mítines y agitaba conciencias, que planeaba motines y jamás hubiera titubeado para hacer de él mismo un héroe.
Es que pertenece González Cosío a una generación de rebeldes. Nada menos que a la generación del Medio Siglo de la UNAM, la de los años 50 del siglo pasado. Rebeldes que cada uno en su medida y desde sus muy personales intereses y proyectos, soñaron con un México muy distinto al que tenemos hoy. De ella salieron presidentes y varios presidenciables, talentos notables, estudiosos profundos y hasta, lamentablemente, un verdadero héroe. Hablamos de 1953 para ser precisos. Me refiero a Marco Antonio Lanz Galera. Apenas egresado, era el abogado de los henriquistas. Y no se daba abasto pues la represión era cosa corriente, pan de todos los días. No escogí la palabra pan casualmente. Lanz Galera, combativo, temerario, recorría las cárceles, las públicas y las clandestinas, la que estaba en Miguel Schultz y los separos de la DFS en la Plaza de la República, buscando desaparecidos y amparando a los detenidos. Era pues, a sus 24 años, un ciudadano incómodo. Una tarde, cuando iba a interponer un amparo en protección de correligionarios presos, fue secuestrado por agentes de la Federal, lo pasearon en un carro, lo balacearon y después de un rato en que lo dejaron desangrándose, pensando que su muerte era inminente, lo tiraron en la calle. La cruz roja lo recogió y alcanzó a hablar. Denunció a sus agresores, dio los nombres de cada uno… y murió. El crimen político saltó a las planas de los diarios convertido en vulgar riña de borrachos. Así se las gastaban en ese tiempo. Y desde luego los responsables jamás fueron consignados. Se impuso el silencio como consigna y nadie quería hablar para no contrariar al gobierno.
Y González Cosío, henriquista como Marco Antonio, amigo de él pero además editor de la revista de la Facultad de Derecho, se empeñó en publicar una nota luctuosa por el compañero caído cuando nadie quería que se tocara el asunto. Se empeñó, forcejeó y reclamó. Y finalmente salió casi a fuerza el texto.
Eran tiempos en los que decir algo contrario a la “verdad” oficial, ser opositor del gobierno se pagaba con la vida. A los disidentes se les tachaba de “traidores”, de “peligrosos”, y se les encarcelaba o se les desaparecía mediante el clásico “carreterazo”: los secuestraban, los paseaban en un carro, los mataban a balazos y terminaban arrojándolos como fardos en la carretera.
¿Cuántas veces tuviste tú también, Arturo, que eludir a los agentes, cuantas veces estuviste a punto de ser aprehendido o en riesgo de morir? Porque eras líder y eras organizador de masas.
Lo más doloroso del henriquismo, de cualquiera de los movimientos democráticos de nuestro país, es lo que le pasa con esos jóvenes líderes; con los ciudadanos anónimos, con los que siguen al candidato, desde los que están en el primer círculo hasta aquellos que se pierden en las filas de los cientos, miles de seguidores.
Todo movimiento popular pasa por un momento estelar. Es casi mágica la manera cómo, cuando surge el gran hombre, van congregándose en torno suyo muchos hombres y mujeres dispuestos a todo por él. Es en estos momentos que afloran los sentimientos más limpios, las esperanzas. Y sin embargo, cuando sobreviene el momento de prueba, cuando se pasa por la experiencia de la derrota, todo eso se convierte en desesperanza y frustración, y es aquí donde la mayoría naufraga. Por decepción, por amargura o porque los vence la realidad, que es como los pragmáticos le llaman a la sobrevivencia a costa de los ideales.
A mí siempre me ha inquietado, cuando he estudiado el fenómeno de los movimientos democráticos de nuestro país, lo que ocurre en torno al gran hombre, la generación que lo rodea; esa que se queda huérfana en su apuesta, en su compromiso, y con frecuencia se pierde en el mar de pasiones, oportunismos y deslealtades.
En un país adonde no se hace lo que se quiere, mucho menos lo que se debe, la verdad es que sólo sobreviven los más consistentes, los tenaces; pero sobre todo los que no se dejan comprar y mediatizar. Nada hay peor que los rebeldes “que maduraron”, los opositores “responsables”, esos siempre dispuestos a negociar en favor del poderoso en turno, muy útiles para desalentar nuevas rebeldías y obstaculizar a la verdadera oposición.
Arturo no fue, para fortuna nuestra, uno más de los muchos caídos del henriquismo. Tampoco de los que callaron o se retiraron decepcionados. Arturo fue, sin renegar de sus ideas, de los pocos que siguieron participando en la vida pública.
Para aquellos que dicen que la política sólo es para los abyectos y los vendidos; para aquellos que afirman que sólo se puede ganar concediendo y cediendo, transigiendo con el poderoso, Arturo es la prueba más palpable de lo contrario.
Siendo verdad, como lo es, que nuestro tipo de régimen suele premiar el silencio y la compraventa de los principios, la falta de dignidad y el oportunismo, eso no explica sino el por qué no han llegado al poder los mejores, ni los más aptos, ni los más preparados ni los más honrados. Pero afortunadamente no es eso lo único que hemos tenido.
Por fuerza de su experiencia, de sus vivencias, el retrato de nuestra realidad que hace González Cosío es crudo ciertamente. A veces pudiera parecernos hasta cruel. Y sin embargo no es ni de lejos una invitación al pesimismo. Un hombre como Arturo, que confía y que cree en el hombre y en sus posibilidades, no puede ser un vocero de la desesperanza. Antes bien, lo que él nos viene a plantear en este compendio de ensayos es el tamaño del reto que tenemos, en nuestra dimensión nacional, sí; pero también en nuestra dimensión humana más amplia, en lo que respecta al mundo que tenemos.
He querido hacer una evocación del pasado como pretexto para entender esta obra de Arturo, porque soy un firme creyente en la necesidad del conocimiento de nuestra historia. Pero soy consciente de que no basta con eso. Es menester que al tiempo que entendemos la historia se dé paso también a nuevas prácticas y se construyan nuevos paradigmas y códigos de conducta para que no sólo tengamos estatuas de héroes sino muchos más émulos de esos héroes caminando en las calles, en la lucha diaria, en la vida pública, haciendo su parte en la construcción de otras, mejores realidades.
Y la política tiene que volver a ser eso que nunca debió dejar de ser: la habilidad de hacer posible lo que parece imposible. ¿Por qué conformarnos con una definición menor? Esa es pues la gran tarea de la presente generación.
Si la abyección, la intriga y el maquiavelismo mal entendido nunca han sido el camino, mucho menos lo puede ser hoy.
Lo que trato de decir es que los manipuladores de la realidad, los obsesionados con el poder, los especuladores que quisieran enterrar los ideales, los grandes farsantes que en nombre del realismo cancelan toda esperanza, esos no pueden ser ya los paradigmas de la política mexicana.
Hay un poema de Kipling que los henriquistas tenían como su “credo”. El “If“ cuya mejor traducción, para mi gusto, es de Efrén Rebolledo. Encaja muy bien en la vida y la obra de González Cosío. No lo voy a leer todo porque es muy largo y además muy conocido. Sólo la parte que, creo, lo describe mejor:

Si sueñas, pero el sueño no se vuelve tu rey;
si piensas, y el pensar no amengua tus ardores;
si el triunfo y el desastre no te imponen su ley
y los tratas lo mismo como a dos impostores;
si puedes soportar que tu frase sincera
sea trampa de necios en boca de malvados,
y mirar hecha trizas tu adorada quimera,
y tornas a forjarla con útiles mellados.


Si entre la turba das a la virtud abrigo;
si marchando con reyes del orgullo has triunfado;
si no puede herirte ni amigo ni enemigo;
si eres bueno con todos, pero no demasiado,
y si puedes llenar los preciosos minutos
con sesenta segundos de combate bravío,
tuya es la tierra y todos sus codiciados frutos,
y lo que más importa, serás Hombre, hijo mío.

Sí, porque primero que político se debe ser hombre. Lo que es más no se puede ser político sin antes ser hombre. Es decir ser humano; hombre o mujer, ya que no hablo en el sentido genérico. Esa es la gran lección de vida que nos deja Arturo. Y que sin esa humanidad, la política no pasa de ser mera expresión de un afán de dominio territorial que no se diferencia en nada del que los animales tienen.
Un atributo del ser humano es que puede soñar y tiene la capacidad de convertir sus sueños en realidad. No importan los límites ni las limitaciones, tampoco las restricciones ni las amenazas a la creatividad que los mediocres de siempre le impongan.
No tenemos por qué tolerar amanecer todos los días con la noticia de más cabezas cortadas, de más familias ametralladas y conformarnos con la imagen de un ejército patrullando como si de verdad estuviéramos en guerra. No tenemos porqué tolerar el cinismo de una realidad intolerable, ese es el clamor de González Cosío. Contamos con las armas para cambiar las cosas. No necesitamos armas de hierro y pólvora. Las armas del pensamiento, las armas de la inteligencia, de la palabra, son mil veces más poderosas cuando son usadas por manos honestas. La realidad está ahí para que la cambiemos, no para someternos a ella como si fuera un sino fatal o inamovible. Ni siquiera para adecuarnos a ella. El hombre es hombre por su capacidad de salir del lodo y llegar hasta las estrellas, por pasar de ser un simple renacuajo a desarrollar la mente autoconsciente. El ejemplo de cruda realidad que nos da Arturo en cada ensayo es, a la vez, un llamado a que reaccionemos, una especie de bofetón reanimante para cambiar esa crudeza en algo que sea digno de vivir. Y conste que él lo aprendió atravesando la vida en medio de realidades muy crudas, y depurando su pensamiento esquivando las flaquezas y las miserias, pero sobre todo las grandes tentaciones que rodean al poder.
Eso fue lo que lo salvó y lo salva de los vaivenes de la política. Vale la pena intentarlo. Por eso estos ensayos son una invitación, más que eso, son una incitación.


Intervención de Francisco Estrada en el
Club de Periodistas de México, 12 de Octubre de 2010.

EL DEBATE SOBRE ITURBIDE… Y EL CONCEPTO DE “UNIDAD”


Continuando con la valoración de nuestros héroes y de los hechos decisivos de nuestra historia, toca el turno al personaje favorito de los conservadores y la derecha mexicana para justificar su proyecto de nación: Agustín de Iturbide.


Dicen ellos que a Iturbide se debe la independencia, el que seamos un país y más aún, una tradición, la conciliación nacional, que sin embargo siempre ha sido el argumento de la reacción para frenar los grandes cambios sociales.

Me refiero a ese que algunos identifican falsamente como el acto fundacional de la nación mexicana: el abrazo de Acatempan, es decir la alianza entre los insurgentes comandados por Vicente Guerrero y los realistas jefaturados por Iturbide. Una estrategia que luego repetirían los conservadores para evitar las reformas liberales. Y Porfirio Díaz para establecer su dictadura y más recientemente de los gobiernos priístas para detener la Revolución Mexicana.

Es importante dilucidar todo esto, la manera como se ha usado y abusado del concepto de “unidad” porque a partir ahí podemos establecer también qué país tenemos y, sobre todo, qué país queremos.

Pero vayamos por partes. Para empezar, ¿quien era Iturbide? La encarnación del vividor y oportunista. Baste decir que independientemente de que nunca simpatizó con la causa libertaria (se negó a colaborar en el alzamiento de Miguel Hidalgo, quien le ofreció la banda de teniente general si se unía a sus filas), entre 1813 y 1814 fue acusado por otros altos oficiales del ejército español de aprovechar la guerra, e incluso sostenerla, para sacar beneficios económicos para sí mismo, a través de operaciones fraudulentas como el tráfico de cereales. Las denuncias acumuladas en su contra, sumadas a nuevas protestas de los comerciantes de Guanajuato fueron tales, que obligaron al Virrey Félix María Calleja a destituirlo en 1816, acusado de malversación de fondos y abuso de autoridad… Aunque acabó siendo absuelto por mediación de un amigo suyo que era auditor real, retirándose por un tiempo a sus propiedades en Michoacán para luego establecerse en la Ciudad de México.

Pasó entonces un hecho que cambió su suerte: el triunfo de la revolución liberal de Rafael del Riego en España en 1820 que desencadenó en la Nueva España varios temores: por un lado, que se aplicaran las medidas liberales que estaban impulsando los diputados en las Cortes de Madrid; por el otro, que los independentistas aprovecharan el restablecimiento de la constitución liberal española de 1812 para obtener la autonomía del virreinato, ambas cosas en detrimento de los sectores conservadores, así que estos últimos empezaron a reunirse bajo el patrocinio del alto clero novohispano en la iglesia de la Profesa para idear un plan salvador.

Era un importante grupo de comerciantes y burócratas, personajes de la nobleza, militares, oidores y propietarios adinerados. Y estaban encabezados por el canónigo Matías de Monteagudo, el mismo que dice Martín Moreno es “el verdadero padre de la patria” porque convenció al Virrey Juan Ruiz de Apodaca para que sacara del retiro a Iturbide y lo nombrara Comandante General del Sur con la secreta misión de llegar a un acuerdo con los rebeldes. No querían la independencia, querían evitar que se jurara la Constitución liberal en la Nueva España. Es decir, proclamar “la libertad” de España pero no para provecho del pueblo sino únicamente de las clases altas, para conservar íntegros sus fueros, privilegios y riquezas. Es decir, para que nada cambiara.

Tal es el origen del Plan de Iguala que dio pie a la primera alianza entre el agua y el aceite de ese tiempo, entre insurgentes y realistas. Pues una vez nombrado por el Virrey, Iturbide marchó al sur con sus tropas, supuestamente para combatir al general Guerrero, pero con la secreta encomienda de convencerlo para unirse al plan que en apariencia conciliaba tanto los intereses y posiciones de los liberales como de los conservadores.

Sólo que el grito “¡Mueran los gachupines!” de Hidalgo tenía una razón de ser. Es un grito de independencia sí, pero era, sobre todo, un grito de reivindicación social porque era producto del abuso de un sector privilegiado que acaparaba los puestos y las riquezas, y en nombre del “derecho de sangre” relegaba y sometía a los ciudadanos no peninsulares, y hasta los despojaba sin ningún miramiento. Lo que quería hacer Hidalgo, en suma, no era sólo un movimiento de liberación de España, una mera independencia política. Era una revolución social. Y por eso no solamente hablaba ya de un régimen republicano, contrario a la monarquía, sino que sus primeras disposiciones fueron la abolición de la esclavitud y la reforma agraria, este último un acto de reivindicación en realidad porque implicaba la devolución de las tierras a sus verdaderos propietarios, los indios.

El grito, en cambio, de “Unión, Independencia y Religión” de Iturbide revestía las características de un engaño, pues en nombre de él se estaban saboteando -y aplazando- las verdaderas causas de la lucha, se aseguraba la continuidad de la monarquía -ejercida de manera directa por la corona española o por interpósita persona-, y con ella la continuidad del sistema virreinal. Toda la historia de México ha sido eso: la historia de las luchas del pueblo por asegurarse el derecho al autogobierno, a la república, a las libertades, al usufructo de sus recursos y bienes naturales. Y también, toda la historia de las clases privilegiadas, de los conservadores, ha sido sabotear una y otra vez cada uno de esos intentos.

Pero Iturbide hizo gala de sus dotes de seducción, algo que todos le reconocen, y convenció a Guerrero de que había que aliarse: ¿No compartían el objetivo común de acabar con la dictadura de la corona española? Esa era la ganancia… aunque el costo fuera ceder en ciertas partes del programa independentista, todo valía la pena en aras del bien superior logrado: la libertad del país. Ya habría tiempo de lo demás, para más adelante. Y lo convenció. El hecho es que no resulta casual que al final el Acta de Independencia no lo haya firmado un solo insurgente. Puro peninsular privilegiado. Y tampoco que Iturbide presidiera, él sólo, la entrada del ejército triunfante a la Ciudad de México. Y que el primer gobierno “independiente”, la Junta Provisional Gubernativa, la integraran, también, puros monarquistas: oidores, canónigos, militares, hacendados. Ningún independentista.

Era la independencia pues, pero no la paz. Se ha criticado mucho el que durante toda la primera mitad de nuestra vida independiente nos la hubiéramos pasado en guerra, golpes, asonadas, revueltas… cuando en realidad toda esa inestabilidad tuvo una muy profunda razón de ser: cumplir con lo que ya bosquejaba Hidalgo desde el inicio de la lucha; cumplir los “Sentimientos de la Nación de Morelos, la Ley de Apatzingán; hacer pues la verdadera independencia; en síntesis, implantar el liberalismo en México y que tuviéramos un gobierno popular. Una empresa que se llevaría más de 30 años.

Y por cierto que no fue Iturbide el que la empezó. Fue Guerrero, ya siendo presidente, 7 años después de consumada la independencia. Las primeras disposiciones agrarias, los primeros intentos de dar al pueblo educación gratuita, las primeras disposiciones sobre los bienes eclesiásticos, los hizo él. Fue Guerrero quien proclamó la forma de República Representativa Popular Federal; quien hizo realidad el decreto de abolición de la esclavitud de Hidalgo y quien terminó la expulsión de los españoles.

Sí, porque para que la nación mexicana pudiera existir, tuvo que cumplirse también con esa aparte del grito de Hidalgo: eliminar a los gachupines, no matándolos pero sí expulsándolos a todos del país.

Suficientes lecciones que, aunque parecieran lejanas, nos pueden dar la pauta para entender muchas cosas del presente. Y todavía hay quien quiere “reivindicar” el nombre de Iturbide y colocar su nombre con letras de oro en el Congreso. Lo peor es que ésta última iniciativa no es de la derecha, no proviene ni del clero ni de los conservadores, sino de un diputado de izquierda. ¿Será que a eso le llaman la izquierda “moderna”?

Publicado en Unomásuno, 19 de octubre de 2010.

VARGAS LLOSA, CARDENAS Y EL PASADO ROSA DEL PRI

Hablando de Mario Vargas Llosa, hace sólo unas semanas, evidentemente sin saber que sería distinguido con el Premio Nóbel de Literatura de este año, el senador Francisco Labastida advirtió que la mayor parte de los juicios del escritor acerca del PRI eran erróneos: “Le ganan sus simpatías políticas –decía-, su ideología absolutamente conservadora, de derecha, y eso le impide ver que el partido ha tenido gobiernos muy diferentes.”


Acababa de decir Vargas Llosa con motivo de su designación como doctor honoris causa por la UNAM que sería una pena el regreso del PRI, y Labastida explicaba que uno de los errores del escritor era ignorar que a ese partido habían pertenecido Lázaro Cárdenas y también Carlos Salinas, es decir que “no es un PRI uniforme a lo largo de los años” por lo que “un juicio objetivo tendría que reconocer que dentro del mismo PRI ha habido lo que Daniel Cosío Villegas llamó los estilos personales de gobernar.” Y terminaba reprochándole que insistiera en afirmar que durante los 70 años de gobiernos priístas se vivió “una dictadura perfecta”.

Para empezar, no estoy de acuerdo con eso de los estilos. Yo hablaría más bien de los objetivos o las prioridades de cada gobernante. Ese es el punto: cómo, en un mismo partido, pudieron coexistir un hombre como Cárdenas con alguien como Salinas (mencionaría también a Echeverría y a Alemán pues aquél no es el único caso), y creo que se equivoca el senador Labastida en algo fundamental, en que lo único que varió en estos hombres, más que el estilo “personal”, fueron sus prioridades. Y esa es precisamente la explicación del porqué la del PRI fue una dictadura perfecta.

Lo fue, sin duda, porque si bien efectivamente Cárdenas tuvo fines y objetivos muy distintos a los de Salinas, éste último pudo en gran medida hacer lo que hizo porque contó en su favor con los recursos y características que le dio Cárdenas al régimen priísta. Sí, porque el estilo de Salinas no difirió en casi nada del usado por Cárdenas, y lo aclaro: el mismo toque autoritario con que el “Tata” cobijó su política progresista, su defensa del sindicalismo, del agrarismo, de los recursos naturales, lo usó Salinas para trabajar exactamente en sentido inverso, para vulnerar el sindicalismo y el agrarismo, entregar nuestros recursos y revertir de hecho la obra del cardenismo. Antes que él, igual lo hizo Miguel Alemán y Gustavo Díaz Ordaz, mientras que Ruiz Cortines y Echeverría trataron de parecerse más al gobierno de Cárdenas, lo cual el propio Cosío Villegas explicaba muy acertadamente como “el efecto del péndulo”, es decir la posibilidad que cada 6 años tenían los gobiernos priístas de dar un viraje de 180 grados con respecto al que les había antecedido.

Pero sucede que precisamente por eso, Cárdenas llegó a declararse varias veces insatisfecho con su militancia priísta y cuestionó abierta y públicamente a su partido. No llegó al extremo de romper con él. Pero sí dijo, por ejemplo, que “medio siglo de experiencia (lo decía esto en 1970) han hecho obvio que la ley suprema de la República, la Constitución, puede esgrimirse con distinto espíritu, no tanto por su interpretación subjetiva como por los intereses que se hacen representar en el poder con más fuerza. Y es inútil ignorar que de tiempo atrás los intereses conservadores han adquirido señalada influencia debido a la aceptación tácita de la tesis, falsa por incompleta, de que para repartir la riqueza hay que producirla primero”.

Por lo mismo, ya desde ese tiempo Cárdenas consideraba “necesaria la reestructuración del PRI” y llegó a asegurar que “la Revolución está en deuda con el pueblo mexicano, pues el peligro de que sectores retardatarios y contrarrevolucionarios intentaran apoderarse del poder venía obligando a controlar en cierta forma la libre expresión del voto popular; pero la madurez que ha alcanzado nuestro pueblo nos impele a reconocer que ha llegado el momento de renovar nuestros sistemas electorales”. Esto lo dijo el 3 de abril de 1957. Y años después, en lo que se dio a conocer como su “testamento político”, dejó escrito esto acerca de sistema priísta: “Es necesario, a mi juicio, completar la no reelección con la efectividad del sufragio pues la ausencia relativa de este postulado mina los saludables efectos del otro; además, debilita en su base el proceso democrático, propicia continuismos de grupo, engendra privilegios, desmoraliza a la ciudadanía y anquilosa la vida de los partidos”.

Algo, por cierto, que no difiere en mucho de lo dicho por Vargas Llosa.

Cárdenas llegó tan lejos como intentar sustituir al PRI, o al menos forzarlo a la competencia con otro partido “auténticamente revolucionario”. Y por eso en 1952 fomentó la creación de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM) que, como recordaba José C. Valadés, fue la respuesta de la corriente cardenista a las desviaciones del alemanismo, un partido político alterno al PRI, capaz de defender y garantizar el cumplimiento de la Constitución pero sobre todo de recrear el “Frente Popular” que había sido el PRM. Según Gustavo De Anda, Cárdenas le puso ese nombre –FPPM- porque su idea era organizar un “Partido Obrero” y un “Partido Agrarista” –en realidad, los originales sectores que habían constituido el PRM- y junto con ellos el “Partido Socialista”, para formar entre todos una “Federación de Partidos” comprometidos con la Revolución Mexicana.

Pero sucede que quienes inauguraron el sistema de imposición del presidente no fueron los sucesores de Cárdenas. Todo empezó con la creación del abuelo del PRI, el PNR, y presidentes impuestos –y cuestionados- fueron los dos candidatos penerristas Pascual Ortiz Rubio y el propio Cárdenas; y a Cárdenas se debe que también haya llegado al poder en medio de cuestionamientos el único candidato que tuvo el padre del PRI, el PRM, Manuel Avila Camacho y, bueno, desde el primer presidente surgido del PRI –Alemán- hasta el último –Ernesto Zedillo- no se salvaron de señalamientos de haber llegado a la presidencia mediante elecciones manipuladas. O por lo menos “inequitativas” como reconoció Zedillo en 1994.

Y Cárdenas mismo, a pesar de su discurso crítico, legitima todas las elecciones priístas. En 1952, en medio de un ambiente de tensión por encendidos reclamos de fraude de los henriquistas que ostentan el padrinazgo cardenista, el “Tata” se reúne con el presidente Alemán, le da un abrazo, desmiente las versiones de fraude y deja huérfana a la oposición. Lo volverá a hacer en 1958 y 1964. Este ultimo año, contradiciendo incluso su militancia en el Movimiento de Liberación Nacional y estar comprometido en un esfuerzo de unidad de la izquierda. Se habla una vez más entonces de la constitución de un partido cardenista. Se le llama ahora Frente Electoral del Pueblo y el candidato es el luchador comunista Ramón Danzós; pero una vez más el “Tata” acaba replegándose, simplemente deja colgados a sus seguidores y se alinea con el candidato del PRI, que resulta un declarado anticomunista y enemigo de la izquierda, el secretario de Gobernación Gustavo Díaz Ordaz, a quien le dice al recibirlo durante su gira en Ciudad Altamirano, Mich.: “Usted, señor licenciado, que se le reconoce honestidad y carácter para gobernar, y que protegerá al más débil frente al abuso del fuerte, está en situación, por el apoyo y simpatía de la mayoría del pueblo, de llevar a la práctica, sin estorbos que lo obstaculicen, el programa integral que beneficie a todo el país”.

Cosas del pasado no tan rosa del PRI. El por qué es de dudarse que ahora pueda ser el partido que haga los cambios que no quiso hacer el PAN. Y por qué nos faltan al parecer todavía muchos años antes de que en este país acaben los cuestionamientos electorales. ¿O es que ya encontramos el antídoto para evitar lo que Vargas Llosa llamaba una “dictadura perfecta”, precisamente porque era una dictadura con apariencia de democracia?

Pues se necesita, es verdaderamente urgente.


Publicado en Unomásuno, 12 de octubre de 2010.

“EL PÍPILA”, LOS QUE “ROMPEN MITOS” Y LA BUSQUEDA DE LA VERDAD HISTORICA


Veníamos haciendo el recuento de los “buenos” gobiernos del PRI como parte de la búsqueda de nuestro pasado, pero en vista de lo que se está dando en torno a los aniversarios de la Revolución y la Independencia intentaremos abordar también estos dos momentos, con elementos que nos sirvan para revisar la historia nacional sin prejuicios ni mentiras tendenciosas.

Hablo de buscar la verdad en serio, con investigación y rigor científico, no como se está haciendo ahora por mero afán comercial o peor aún, por un deliberado empeño de deformar las cosas. Ahí está el falso debate tardío en torno al “coloso” que presidió las fiestas oficiales del 15 de septiembre. Tardío y además ocioso porque los reclamos de que se trata de Benjamín Argumedo ya ni al caso vienen, pues efectivamente se dijo en un principio que iba a ser Argumedo. Así lo reconoció su autor el escultor Juan Carlos Canfield mucho antes de los festejos, pero nosotros dijimos aquí que era un error porque se trababa de un traidor a la Revolución -lo hicimos desde el 31 de agosto-, y se dio marcha atrás; así que la escandalera sale sobrando. Esa es la razón por la que se modificó el diseño original y al final se presentó al llamado “coloso” como un “héroe anónimo”. Preferible, a haberse mantenido en el error porque lo malo es, decíamos entonces, que lejos de aprovechar las conmemoraciones para hacer justicia a los verdaderos héroes se ha preferido ahondar en las mentiras y difundir las versiones de los conservadores presentándolas como “la verdadera historia” a costa, incluso, de deificar a los traidores.
Porque no es el único caso. Enrique Krauze insiste en su tesis de “reconciliar” nuestro pasado y colocar en el mismo pedestal a Alamán y a Iturbide y a Hidalgo y a Melchor Ocampo. Y Francisco Martín Moreno, quien al grito de que él “sí va a acabar con los grandes mitos de nuestra historia” está reviviendo otros, los de la reacción, los de aquellos que niegan que Miguel Hidalgo sea el Padre de la Patria o que haya querido hacer la independencia, por ejemplo; que presentan a Madero como un demócrata inmaculado o minimizan la importancia de la expropiación petrolera y, en el colmo, sin más excluyen a figuras emblemáticas como “El Pípila”, entre otras muchas cosas.
Pero ya aclararemos cada una de estas mentiras. Por de pronto, para empezar, el caso de El Pípila, que muy bien hubiera estado en lugar del “coloso” del 15 de septiembre. ¿Por qué, me pregunto, no se le rindió homenaje a él, a El Pípila? Seguramente porque en el actual gobierno también se le niega o nada más se lee a los historiadores de moda. Además de Moreno, otro que lo niega es el señor Alejandro Rosas y, desde luego, el responsable de los festejos oficiales, el señor José Manuel Villalpando. Rosas y Moreno se hacen eco de la versión de Alamán para asegurar que sencillamente no existió, que es un mito producto de la imaginación popular, mientras que Villalpando, más benévolo hasta eso, afirma que sí existió pero que no es uno solo sino varios.
Pues bien, no hay que ir muy lejos para demostrarles a ellos y a otros muchos, el tamaño de su mentira. O de su flojera de investigar.
En su obra intitulada “Los 100 mitos de la historia mexicana” Moreno atribuye la creación del “mito” del “Pípila” al “general” Jesús Romero Flores, quien para información suya no fue general sino maestro de escuela, militante de los primeros años del maderismo y diputado constituyente del 17 y además uno de los historiadores más serios y prolíficos de la etapa post-revolucionaria. Y es una mentira de este moderno “desbaratador de mitos” el que Romero Flores haya inventado a El Pípila; como tampoco se trata de una ocurrencia producto de la imaginación de Carlos María de Bustamante, como él mismo dice más adelante, asegurando categóricamente que se trata de una figura “sin duda mitológica” y que “linda con lo inverosímil”. Y todavía, por si fuera poco, al mencionar el nombre de Juan José de los Reyes Martínez al final de su texto -el que siempre se ha sabido era el nombre de El Pípila-, Moreno dice temerario que es resultado de un “arrebato de retórica” y concluye contundente: “Averiguando un poco descubrí que ese nombre apareció de manera milagrosa y que, extrañamente, no hay datos fidedignos sobre el personaje… Vamos, nadie sabe a ciencia cierta quien era el ‘Pípila’”.
El hecho es que es mucha la gente que no sólo sabe quien era El Pípila sino que lo conoció. Es decir, que existió realmente y que efectivamente su nombre era Juan José de los Reyes Martínez. Nació en el estado de Guanajuato, era minero y fue protagonista de la hazaña que se pretende minimizar: él, un ciudadano más, con sólo una loza cubriéndole la espalda, llegó hasta la puerta de la que parecía inexpugnable Alhóndiga de Granaditas y le prendió fuego, facilitando así que las tropas insurgentes penetraran en ella. Lo que lo convirtió en un hombre respetado y reconocido por sus coterráneos. Porque no fueron por cierto sólo los relatos de Romero Flores y Bustamante, al fin versiones de segunda mano, los que dieron pie a que se extendiera hasta nuestros días el conocimiento de la hazaña de El Pípila. Existen muchos testimonios de primera mano, testigos, gente que estuvo vinculada con su familia, a quienes constan su vida y los hechos en que se vio involucrado. Se sabe, por ejemplo, que después de lo de la Alhóndiga se hizo soldado de la cuarta compañía del batallón de Hidalgo y que se le dio el grado de capitán en premio a su heroísmo. En todo caso, las pruebas más contundentes son conocidas desde hace años. Consisten, ni más ni menos, que en su fe de bautismo y el acta de su muerte, las cuales se han publicado ya varias veces.
La fe de bautismo, fechada en enero de 1782 en la ciudad de San Miguel Allende, da constancia de “un infante español de esta Villa que nació a 3 de dicho mes… Juan José de los Reyes, hijo lexmo. de Pedro Martínez y María Rufina Amaro”. Y esa fe de bautismo no significaría gran cosa si no existiera el certificado de defunción que obra en el libro del curato y vicaría de San Miguel Allende, el cual no deja lugar a dudas de quien se trata. Lo copio textualmente: “J. Refugio Solís, rúbrica. Foja 275 del Libro de Defunciones. 1863. Número 622 –Segunda Clase- Martínez Juan José. En la Ciudad de Allende, el Domingo 27 de julio de 1863 ante mí, el Juez del estado Civil, a las 11 de la mañana presente Miguel Martínez originario y vecino de ésta, casado, obrajero de 65 años dijo que ayer falleció de dolor cólico Juan José Martínez de 81 años, hijo legítimo de Pedro Martínez y María Rufina Amaro difuntos; que el finado fue el que incendió la puerta del castillo de Granaditas en Guanajuato en el año de independencia de 1810, a quien le decían El Pípila. En cumplimiento de la ley se registró esta acta, siendo testigos Manuel Pérez y Antonio López de esta ciudad, el primero de 46 años casado y el segundo soltero de 26 que no les tocan las generales de la ley con el finado. Con lo que terminó esta que se leyó al interesado y testigos que manifestaron estar conformes no firmando por haber expuesto no saber, haciéndolo conmigo en el de asistencia.- Doy fe”.
Es pues evidente que se trata de algo más que manipular la historia. Es la negación de la posibilidad de contar hoy con heroísmos similares. Porque la historia no la hacen, no sólo, aquellos personajes excepcionales, héroes que con frecuencia nos parecen inaccesibles por lo extraordinario de su carácter y su personalidad. También cuentan los que están detrás de “los grandes”, los héroes populares, gente común y corriente, gente como nosotros, ciudadanos de a pie que son capaces en un momento dado de hacer algo excepcional. Esas pequeñas hazañas que hacen posibles las grandes hazañas.
Tal es el caso de El Pípila y de otros muchos que no les gustan a los conservadores porque son una invitación a los ciudadanos a hacer lo mismo. Y a recordar que las mejores páginas de nuestra historia, las más brillantes, las escribieron este tipo de personajes, los héroes del bando progresista, los del bando liberal.

Publicado en Unomásuno, 5 de octubre de 2010.

EL NOMBRE DE MEXICO


No cabe duda que hay algunos legisladores más preocupados en producir iniciativas vanas, acaso sólo para llamar la atención, antes que involucrarse en la tarea de fondo de producir leyes benéficas para todos que debía caracterizar a nuestro Congreso, a cualquier congreso de cualquier parte del mundo.


Es el caso de la iniciativa presentada por un grupo de senadores panistas y del PVEM en el marco del Centenario del inicio de la Revolución y del Bicentenario del inicio de nuestra Independencia para cambiar el nombre de nuestro país.

El argumento para llamarlo México y no Estados Unidos Mexicanos es que “absolutamente nadie le llama así”. En el extranjero, alegan, nos conocen como mexicanos; en cualquier parte del territorio nacional nos nombran mexicanos; nuestra nacionalidad, conforme al acta de nacimiento, es la mexicana; y sin embargo, México como Estado-Nación no existe como tal en nuestra Constitución porque ahí nos llamamos “Estados Unidos Mexicanos” cuando -concluyen ya en el colmo de la cursilería- “es irrefutable que hoy ya existe un país llamado México en nuestros corazones, en nuestra historia, en nuestra idiosincrasia, cultura, tradiciones e instituciones”. Como si Francia fuera menos Francia porque su nombre oficial es Republica Francesa, por ejemplo. O Suiza menos Suiza por llamarse Confederación Suiza.

No es esta la primera vez que se intenta. Ya son cuatro las iniciativas en ese sentido, y por cierto que la primera no fue, como dicen los cortos de memoria, la que presentó Felipe Calderón cuando fue diputado en 2003. El primer intento por ponerle México a nuestro país fue en diciembre de 1993, en pleno gobierno salinista, en el marco de la aprobación del TLC, y fue impulsado nada menos que por José Córdova Montoya, secundado por la fracción del PRI en el Congreso, entre otros Héctor Hugo Olivares, Eduardo Robledo, Rubén Figueroa, Netzahualcóyotl de la Vega, Leonardo Rodríguez Alcaine, Miguel Alemán, María de los Angeles Moreno, Rodolfo Echeverría y hasta Silvia Pinal, o sea puro político moderno. Luego de esa fue la de Calderón, hace 7 años, bajo el argumento de que la decisión de nombrar a nuestro país como se llama “respondió a circunstancias específicas producto de un decreto, y no resultado de una reflexión profunda”. En 2007 hubo otra iniciativa, ésta presentada por diputados del PAN, PRD, PT y Convergencia. Y todavía hubo otra más, en 2008, basada en la iniciativa de Calderón.

Hay que decir que en 1993 el debate fue bastante amplio (se convocó a un foro público) y no dejó lugar a dudas respecto a la sinrazón de cambiar la denominación oficial. Argumentaron en contra del cambio los más connotados y serios juristas del país. Entre otros Antonio Martínez Báez e Ignacio Burgoa Orihuela, aclarando este último que en todo caso un cambio así sólo podía hacerlo un Congreso Constituyente y no un Congreso ordinario. Y dado que no se dieron los consensos, el debate terminó con una propuesta de someter la iniciativa a un plebiscito.

Haciendo caso omiso de todo esto, dicen los autores de esta ya cuarta, repito, iniciativa para cambiar el nombre oficial del país, que “tal como aparece en la Constitución se le atribuyó en la Constitución de 1824 sin un razonamiento social, histórico o político que lo sustentara, simplemente como imitación de la Constitución de los Estados Unidos de América”. Y aparte de todo, ignorantes.

Sí, porque el asunto no es tan superficial y, en todo caso, las dudas ya fueron resueltas no sólo durante los foros de 1993 sino en los debates que antecedieron la promulgación de la Constitución del 24 y, años después, nada menos que por nuestros padres fundadores, los Constituyentes del 17, que tan temprano como en su décima sesión, la del 12 de diciembre de 1916, coincidieron en cómo debía llamarse el país. Fueron casi 4 horas de discusión bastante intensa, porque vaya que ahí sí se presentaron argumentos.

Decía el dictamen de la Comisión de Constitución, firmado por Francisco J. Múgica, Luis G. Monzón y Enrique Recio, que debía ser sustituido el nombre de Estados Unidos Mexicanos por el de “República Mexicana”, y daban entre otros los siguientes argumentos: que nuestro país no tenía la misma tradición de los Estados Unidos; que allá existían varias colonias regidas por una “carta” cada una, es decir que se trataba de estados distintos que al independizarse y convenir en unirse tomaron naturalmente el nombre de Estados Unidos, mientras que nuestro país “por el contrario, “era una sola colonia regida por la misma ley, no existían estados, los formó, dándoles organización independiente, la Constitución de 1824”. Y hasta que la forma republicana federal la copiamos siguiendo el modelo del país vecino y que les copiamos también lo de “Estados Unidos”. En suma, que “la denominación de Estados Unidos Mexicanos no corresponde exactamente a la verdad histórica”, y concluían: “Durante la lucha entre centralistas y federalistas, los segundos preferían el nombre de Estados Unidos Mexicanos; por respeto a la tradición liberal podría decirse que deberíamos conservar la segunda denominación; pero esa denominación no traspasó los expedientes oficiales para penetrar a la masa del pueblo, que ha llamado y seguirá llamando a nuestra patria ‘México’ o ‘República Mexicana’; y con estos nombres se le designa también en el extranjero. Cuando nadie, ni nosotros mismos, usamos el nombre de Estados Unidos Mexicanos, conservarlo oficialmente parece que no es sino empeño de imitar al país vecino”.

Pero se quedó la denominación de Estados Unidos Mexicanos a la hora de someterla a votación. Y se quedó porque hablaron a favor de ese nombre, entre otros, los diputados Luis Manuel Rojas, Luis Espinosa, Emiliano P. Nafarrate, Alfonso Herrera y Félix F. Palavicini, y lo hicieron con argumentos tan claros y contundentes que convencieron a la mayoría.

Palavicini, por ejemplo, afirmó que rechazaba de plano el dictamen de la Comisión porque apestaba a centralismo. Rojas, demoledor, aseveró: “Los señores diputados de la Comisión indudablemente nos demuestran que son representantes de ideas conservadoras, a pesar de que ya estaba perfectamente definido el punto en nuestras leyes… La frase Estados Unidos Mexicanos según los miembros de la Comisión son una copia servil e inoportuna de los Estados Unidos de Norteamérica. Sobre este punto, creo que los Constituyentes de 57 no hicieron más que usar la dicción exacta… La frase ‘Estados Unidos Mexicanos’ connota la idea de estados autónomos e independientes en su régimen interior, que sólo celebran un pacto para su representación y para el ejercicio de su soberanía; de manera que no hay otra forma mejor que decir: Estados Unidos Mexicanos. Y la prueba es que todas las naciones que han aceptado este principio han recurrido a igual expresión, lo mismo en Argentina que en México o en Colombia, y hasta cuando los pensadores nos hablan de un porvenir más o menos lejano, en que las naciones de Europa dejen su condición actual y se unan, conciben ellos que formarían una sola entidad llamándose “Estados Unidos de Europa”, y sería muy absurdo suponer que semejante federación de naciones se pudiera llamar ‘República de Europa’… Y en cuanto a que ese nombre no ha entrado en la conciencia nacional y que no ha pasado de las oficinas públicas, pienso que la Comisión ha sufrido un descuido involuntario porque hasta en las monedas se lee Estados Unidos Mexicanos”.

El diputado Fernando Castaños señaló lo siguiente: “Debemos dejar que subsista el nombre de Estados Unidos Mexicanos para la nación mexicana, porque Estados Unidos Mexicanos claramente está diciendo que nuestra República está compuesta por Estados Libres y Soberanos pero unidos todos en un pacto federal”. Múgica tuvo que capitular y reconocer: “Yo quedaré muy contento si esta asamblea repudia un dictamen cuando ese dictamen no esté conforme con el sentir de la revolución”. Se dijo entonces que los temas de fondo eran otros, se declaró suficientemente discutido el asunto, y se votó. El resultado fue contundente: 57 a favor del cambio de nombre, 108 en contra.

Y pasaron a los temas realmente importantes. Una lección, ¿o no?


Publicado en Unomásuno, 28 de septiembre de 2010.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

LA FRIVOLIZACION DE LA HISTORIA Y LOS MITOS DE LOS “DESTRUCTORES” DE MITOS







Siempre he sido enemigo de la frivolización de la historia. Esa que suele hacerse, particularmente en torno a fechas especiales o conmemoraciones, por parte de los “historiadores” oficiales, para vendernos sus versiones dizque de “la verdadera” historia, no otra cosa que los mismos cuentos de siempre, y uno que otro nuevo, para mantener la ignorancia de nuestro pasado.
Me refiero a que cuando hablo de la necesidad de abordar la historia desde un punto de vista crítico nada tiene que ver con ese falso afán de “desmitificar” que confunde hacer historia con hacer propaganda, ni siquiera como una forma de educar “a las masas”. Pues una cosa es presentar a los héroes como lo que son, hombres y mujeres de carne y hueso, y otra encubrir en la invasión de su intimidad el afán por minimizarlos.
No es el caso de la película de Antonio Serrano, esfuerzo notable como pocos por presentarnos al auténtico Hidalgo; pero sí de gente como Enrique Krauze, José Manuel Villalpando y Francisco Martín Moreno, entre otros, quienes con la pretendida misión de “reconciliar” a nuestros héroes y anti-héroes y “acabar” con nuestros grandes mitos nos recetan la historia que le conviene al poderoso en turno. Sin investigación ni el menor rigor científico.
¿Queremos destruir en serio los grandes mitos de nuestra historia? Empecemos por ese que afirma que Hidalgo y Allende emprendieron la lucha de independencia sin saber siquiera qué era lo que buscaban, sin querer realmente la independencia. Dice Martín Moreno, rescatando la versión de los conservadores del siglo antepasado, que el “verdadero” Padre de la Patria fue Melchor de Talamantes, nada menos que el instigador de la conspiración de La Profesa, esa que se fraguó para evitar que llegara la reforma liberal de España y para falsear la lucha de independencia hasta el punto de convertirla en bandera justamente de aquellos que no querían la independencia.
La verdad es que todos los insurgentes sabían muy bien lo que se traían entre manos. No lo decían abiertamente por mera táctica, ya hemos hablado aquí de una carta de Allende a Hidalgo que deja muy claras las cosas y sobran los testimonios en ese sentido; así que de que sabían que su lucha era por la liberación de España, ni duda cabe. El que el jefe de la revolución fuera Hidalgo y no Allende y aún el hecho de tomar como bandera a la Virgen de Guadalupe no fueron casualidades. Para eso se reunían en las juntas secretas, no sólo para tomar chocolate. Ellos seguían muy atentamente los acontecimientos en Europa, admiraban el modelo de la Revolución Francesa y tenían todos una formación liberal muy firme gracias a las lecturas prohibidas por el clero de aquella época, que no caían en sus manos por casualidad sino que se las allegaban en las “sociedades de pensamiento” a las que pertenecían. Hasta las mujeres, como la Corregidora.
Se olvida -o quisieran que se olvide- que nuestros libertadores formaron conciencia leyendo a los Enciclopedistas; que fueron influidos por varios acontecimientos, entre otros la invasión napoleónica a España. Pero además, lo más importante, que el liberalismo no llegó espontáneamente aquí sino que se alimentó en el clandestinaje de esas sociedades o logias y que los primeros planes revolucionarios salieron de la masonería.
Esto es parte de lo que no se dice de Hidalgo. Las verdaderas razones de su enjuiciamiento y condena por la Inquisición: no por tener mujer e hijos sino porque luchaba por la independencia, porque leía libros “prohibidos”, porque asistía a “tenidas diabólicas” en una logia de la Ciudad de México y habría recibido las primeras ideas libertarias de uno de esos masones, un francés apellidado D’Alvímar, que además se sabe era agente napoleónico, el cual solía visitarlo en su casa en Dolores, a la que se llegó a conocer por eso, no tanto por las fiestas “licenciosas”, como la “Francia Chiquita”.
Eran parte de una red secreta cuyas ideas y planes emancipadores introdujo en hispanoamérica el venezolano Francisco de Miranda; y a esa red pertenecieron, entre otros, Simón Bolívar, Bernardo O’Higgins, Andrés Bello, José de San Martín y Teresa de Mier, quien hasta llegó a organizar una guerrilla para avivar la lucha junto con otro masón, Francisco Javier Mina.
De acuerdo con los historiadores José María Mateos y Richard Chism, que citan documentos de la Inquisición, las primeras tenidas se llevaron a cabo en nuestro país en los tiempos del Virrey don Juan Vicente de Güemes, segundo Conde de Revillagigedo, en casa de un relojero francés de nombre Juan Estrada Laroche o Juan Esteban Laroche, y fue ahí donde se habrían iniciado los principales promotores de la Independencia. Entre otros, Francisco Primo de Verdad, Miguel Domínguez, Ignacio Allende y hasta la Corregidora de Querétaro Josefa Ortiz de Domínguez. E Hidalgo, desde luego.
Y si bien es cierto que algunos autores, como Luis Zalce, han afirmado que no está suficientemente probado que Hidalgo fuera masón bajo el argumento de que no existe un solo documento al respecto, esto nada tiene de extraño puesto que todo mundo sabe que la masonería –y más en ese tiempo- era una organización manejada en el secreto; pero además, si no hay pruebas de la masonería de Hidalgo sí están plenamente acreditados sus contactos con varios agentes masónicos y napoleónicos, propagadores de las ideas de rebelión, tanto el propio Laroche como D’Alvimar. Y también está el testimonio de Fray Juan de Salazar, un agente diplomático de los insurgentes en los Estados Unidos, quien alguna vez escuchó mencionar el nombre de Miranda a Hidalgo, y así lo dijo en su proceso.
Lo que en todo caso nadie pone en duda es la existencia de un plan masónico para apoyar la liberación de las colonias hispanas tomando como base las ideas de “libertad, igualdad, fraternidad” de la Revolución Francesa, según lo prueba un documento del Supremo Consejo de Charleston hallado entre los papeles de don José Miguel de Azanza, quincuagésimo cuarto Virrey de la Nueva España. Plan que coincidió con otro de Napoleón en el tiempo en que libró su guerra con España, a cargo de varios agentes revolucionarios que él mandó a las colonias españolas para promover su independencia, con instrucciones, muy precisas, que incluían estrategias para hacer la independencia, por ejemplo la que debía de ser la bandera de los insurgentes: “Viva la religión apostólica y romana, y muera el mal gobierno”, así como sugerencias para hacerse de aliados y acelerar la ejecución del movimiento, que luego seguirían casi exactamente Hidalgo y todos los insurgentes.
Entonces, ¿dónde queda la versión engañosa de que el objetivo de ellos era sólo la restauración en el trono de Fernando VII? ¿No es claro que Hidalgo decía eso porque así lo recomendaron los masones para asegurar la adhesión de pueblo y que fue designado por ellos jefe del movimiento por las mismas razones tácticas, con la idea de hacer de él el Padre de la nueva Patria?
No se reconoce esto ahora porque no es conveniente. Pero es la verdad histórica. Como que lo del estandarte de la Virgen de Guadalupe no fue una mera casualidad como afirma Lucas Alamán, el más conspicuo autor de la versión conservadora de nuestra historia.
Se sabe que lo tomó Hidalgo como emblema de lucha en cuanto inició el movimiento, y su historia es muy interesante porque no es un cuadro o una simple reproducción de la imagen religiosa. Se trata del estandarte ni más ni menos que de una logia, que contiene incluso, simulados, los signos y caracteres propios de la masonería. Igual que la otra bandera emblemática de los primeros años de la insurgencia, el “Doliente de Hidalgo”, emblema del grado de maestro masón.
No por nada una de esas logias tenía el nombre de “Los Guadalupes”. ¿Verdad que a pesar de tanto “desmitificador” sigue haciendo falta conocer nuestra verdadera historia?
Publicado en Unomasuno el 21 de septiembre de 2010.

domingo, 19 de septiembre de 2010

EL "COLOSO" ANONIMO Y LOS "HEROES" DEL BICENTENARIO


Lo he dicho varias veces aquí: que hace falta una visión crítica de la historia. Y que con motivo del Bicentenario del inicio de la Independencia y el Centenario del inicio de la Revolución un vacío que nadie ha querido llenar es el de una revisión seria y documentada, imparcial y objetiva, de nuestros héroes patrios y de sus hazañas, para colocar a cada quien en su lugar.
La Perestroika en la desaparecida URSS inició así, con la Glasnost. Y para bien o para mal, ahora los rusos saben al menos quien es quien en su historia y qué hicieron mal para evitar repetir errores. Y en España, la paradigmática transición española, la que se convirtió en el “modelo” ejemplar para muchos políticos mexicanos que hasta quisieron trasplantarla, ahora estamos viendo que nació coja. Y por tanto, limitada porque en aras de la “reconciliación” política, del no moverle a las cosas, se decretó un “borrón y cuenta nueva” y se pensó hasta en cancelar la memoria histórica. Error tremendo porque en aras de esa reconciliación y ese no removerle a las heridas el franquismo sobrevivió, y a tal grado que llegó a poner en jaque las conquistas de la democracia, que recién ahora ha entendido que la mejor manera de defenderse es rescatando la memoria histórica, proceso nada fácil por cierto, que recién está empezando con el derribamiento de todas las estatuas de Francisco Franco pero que aún tiene un largo trecho por recorrer.
Por algo será que allá tienen que derribar las estatuas del “Caudillo”, como lo hicieron en Rusia y en todos los países excomunistas con las estatuas de Stalin, Lenin y Mao. Y no se trata ni de venganzas ni de revanchas. Sino de acercarse a la verdad a la que tienen derecho los pueblos. ¿Para qué? Para conocer nuestro pasado pero más que eso para que, a partir de su conocimiento podamos entender mejor el presente y proyectar con mucha mayor seguridad el futuro.
Volviendo a lo que pasa en nuestro país con motivo de los centenarios, la verdad es que hasta ahora las grandes aportaciones de los festejos han sido “descubrir” que Madero no se llamaba Francisco Indalecio sino Francisco Ignacio; aceptar que los restos de los héroes patrios que albergaba la Columna de Reforma son efectivamente los de los héroes patrios y además que apareció ahí una tarjetita para el anecdotario de quien sabe qué periodista. Y reivindicar a héroes como Benjamín Argumedo, cuya figura monumental de 20 metros de altura y 8 toneladas de peso hecha en poliuretano va a presidir ni más ni menos las fiestas del 15 de septiembre.
Me pregunto ¿qué hubieran dicho los viejos revolucionarios, los que estuvieron en los campos de batalla y ganaron la Revolución, si esto hubiera pasado hace 30 años cuando todavía vivían algunos de ellos? ¿Se habrían quedado callados? ¿Lo habrían permitido? Yo creo que no.
¿A quien se le ocurrió deificar, así sea en plástico, a un personaje que nunca ha podido figurar preeminentemente en los anales de la Revolución más que por esas películas cursimente épicas de Antonio Aguilar, sencillamente porque fue de los que reconoció a Victoriano Huerta tras el asesinato de Madero y murió peleando contra el constitucionalismo y por lo mismo fue fusilado como lo que era, como un traidor?
Sí, ese es Argumedo, el personaje que ahora se pretende “rescatar del olvido” y deificar en la ”fiesta” central de nuestras conmemoraciones. Un depredador de haciendas y un perseguidor y un asesino de las autoridades locales maderistas durante todo el gobierno de Madero, a quien fue de los primeros en desconocer, para luego, en unión de Pascual Orozco, cuando sobrevino el cuartelazo de la Ciudadela, ser de los primeros en reconocer a Huerta, quien convirtió a Argumedo de bandido a “hombre de orden”, hasta le dio el grado de general brigadier, porque se la pasó todo el gobierno usurpador defendiéndolo y peleando contra las fuerzas constitucionalistas. No conforme con eso, caído Huerta, Argumedo nunca reconoció la jefatura de Venustiano Carranza, y lo combatió, unas veces en las filas felicistas, otras en las zapatistas. Hasta que fue derrotado y hecho preso en Durango, y Juzgado por un Consejo de Guerra que lo condenó al fusilamiento por traidor, en marzo de 1916. ¡Bonita biografía para homenajear y transmitirles a nuestros niños!
Por eso pregunto: ¿quieren rescatar héroes del olvido? Empiecen por los que realmente hicieron la Revolución: Francisco J. Múgica, Cándido Aguilar, Roque Estrada, Lucio Blanco, Benjamín Hill, Vito Alessio Robles, por citar unos cuantos. Y una mujer, María Hernández Zarco, la joven linotipista que se aventó a imprimir, a escondidas de su padre –que tuvo miedo de hacerlo- el discurso de Belisario Domínguez, para que se repartiera por todo el país. Siguiendo con los que lucharon por la democracia, de lo que hablábamos la semana anterior: Francisco Serrano, Arnulfo R. Gómez, José Vasconcelos, Juan Andreu Almazán y Miguel Henríquez Guzmán, los candidatos presidenciales de 1927, 1929, 1940 y 1952. Sin olvidar a los luchadores sociales perseguidos y encarcelados como Othón Salazar y Demetrio Vallejo, o a los que fueron asesinados como Rubén Jaramillo. Y si quieren generales, sólo tres ejemplos: Joaquín Amaro, autor de la reforma militar que civilizó al actual Ejército Mexicano; Salvador Alvarado, autor del primer ensayo de gobierno de izquierda en nuestro país; y Othón León Lobato, uno de los militares con más hechos de armas en la Revolución y fundador de la Escuela Militar de Transmisiones, nada menos que la que asegura el control de las comunicaciones en este país, elemento estratégico vital. ¿Y qué decir de los precursores, quien se ha acordado de ellos? De Antonio I. Villarreal, Juan Sarabia, Librado Martínez, Praxedis Guerrero, Antonio Díaz Soto y Gama, Aquiles Serdán y, desde luego Ricardo Flores Magón?
Son unos cuantos nombres, pero hay más. Sólo que recordarlos implica, primero, conocer la historia, cosa que al parecer no pasa en las altas esferas gubernamentales; y luego, estar dispuesto a romper con los mitos oficiales porque muchos de estos hombres y mujeres acabaron sus vidas combatiendo las desviaciones de la Revolución, en la oposición al PRI.
Por eso no existe una sola estatua de Henríquez Guzmán en este país, ni de Vasconcelos ni de Almazán. Porque implicaría reconocer que en México hubo fraudes electorales y que los hicieron Plutarco Elías Calles, fundador del PNR, abuelo del PRI; Lázaro Cárdenas, fundador del PRM, padre del PRI; y Miguel Alemán, fundador del PRI. Porque implicaría descubrir el carácter represor de los gobiernos “revolucionarios” de, al menos, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. Y cuestionar muchos de los monumentos, parques y avenidas, y hasta los nombres que están en el Congreso, echando por tierra la historia oficial y los contubernios políticos –y hasta económicos- que la sostienen.
Y sin embargo, sigue haciendo falta -y más ahora- la revisión concienzuda y seria de nuestra historia; juzgarla con una visión crítica, honesta y al margen de partidismos. Porque conste que tampoco se trata de levantar pedestales a los derrotados sólo por el hecho de haber sido derrotados. Que de hecho es lo que han hecho los gobiernos del PAN, demoledores de las estatuas de Juárez y los liberales nada más han llegado a alguna alcaldía o gubernatura.
Se trata de analizar las vidas y las trayectorias a la luz de la congruencia del patriotismo, los principios y la verticalidad para sostenerlos. Que eso son los héroes, hombres y mujeres excepcionales, dispuestos a hacer cosas extraordinarias por su patria al costo, incluso, de sus vidas.
¿Cuántos de esos hemos tenido a lo largo de nuestra historia? Y lo más importante: ¿cuántos de esos tendremos ahora? ¿O es que el molde de los héroes se rompió hace 100 años? Termino preguntando: ¿Más que recordar a los héroes del pasado, no será ya tiempo de tener nuevos héroes?
Publicado en UNOMASUNO el 31 de agosto de 2010.

SALDOS DEL BICENTENARIO: ¿QUÉ FESTEJAR?

Se impone pero no es fácil. Hacer el balance ponderado, objetivo de los 200 años del inicio de la Independencia y los 100 del inicio de la Revolución nunca será sencillo en un país como México adonde siempre ha prevalecido la visión partidista de la historia y los juicios esconden, casi siempre, intereses políticos y electorales.
¿Cómo pues medir nuestra independencia? ¿Cómo, el progreso prometido por la Revolución? ¿Cómo medir lo logrado si el PRI monopolizó por décadas la elaboración de estadísticas y cifras, para usarlas en su beneficio, igual que ahora hacen los gobiernos panistas? ¿Y cómo entender el valor de la lucha emprendida por Hidalgo, Allende y Morelos cuando hoy estamos frente a la más brutal embestida del intervencionismo solapado vía “contratos de servicios” y “concesiones” hechos sin el menor pudor patriótico y mediante argucias legaloides?
Y sin embargo, se puede. Basta revisar, por ejemplo, algunas de las cifras que tenemos a la mano. Para empezar, la cifra que ha dado pie a un amplio debate entre autoridades e instancias gubernamentales y representantes de la academia y las ONG, una realidad que más que ninguna otra evidencia nuestro fracaso: 7 millones de jóvenes a los que se llama “Ni-nis” sin oportunidades ni de educación ni de trabajo. Y no es todo, porque de acuerdo con un informe del Consejo Nacional de la Población (Conapo), el 20% de los jóvenes en México tiene necesidades de salud y educación insatisfechas. Y casi 15 millones (14 millones 900 mil, para ser exactos) son pobres. ¡Eso es casi la mitad de los jóvenes en México! Y derivado de esto, como lo acaba de exponer el diputado Oscar González Yáñez: el incremento del suicidio entre jóvenes hasta el grado de que hoy es la tercera causa de muerte en nuestro país; el incremento en el consumo de drogas, lo que se refleja en que el 70 % de los jóvenes entre 15 y 30 años han consumido drogas alguna vez; y la creciente participación de los jóvenes en hechos delictivos, resultado de lo cual el 60% de los reclusos son jóvenes de entre 18 y 30 años de edad. En el México del Centenario y el Bicentenario, denunció el diputado petista, 1 de cada 10 jóvenes irá a la cárcel o perderá la vida en la delincuencia, o lo que es peor aún, se suicidará. Esa es la realidad de nuestro país. Y existen más datos. De acuerdo con el índice de Competitividad 2010-2011, por ejemplo, elaborado por el Foro Económico Mundial (WEF) y publicado recientemente, a pesar de toda esa retórica que exalta la importancia de la globalización –característica que ha acompañado por más de 20 años el discurso de nuestros políticos- ocupamos el lugar 66 en competitividad, muy lejanos de Chile y Brasil e incluso por debajo de países como Azeibaryán y Turquía. Pero además, con un marcado derrumbe en el índice del año 2000 para acá. Y luego, al calificar la funcionalidad de nuestras instituciones, las cosas empeoran: de un rango que va de 1 (muy débiles) a 7 (muy fuertes), México califica un 3.9, por debajo de Ghana, Malawi y Zambia. O sea, que medianamente funciona, mientras que en la calificación de la corrupción en la distribución de fondos públicos México tiene un 2.8, en un rango donde 1 es muy común y 7 nada común. La calificación de confiabilidad en los políticos es de 2.2, donde 1 es muy bajo y 7 muy alto. Y cuando se califica qué tan independiente del gobierno es el poder judicial, la calificación es 3.2, donde 1 es muy influenciado y 7 nada influenciado.
En cuanto al favoritismo en las decisiones del gobierno, nuestra calificación es 2.8 donde 1 es que siempre existe y 7 que no hay nada de favoritismo. Y cuando se pregunta cómo calificaría la manera como gasta dinero el gobierno la calificación es 3.1 en un rango donde 1 es que existe despilfarro y 7 que es eficiente en la distribución de los recursos. ¿Qué tan difícil es hacer trámites en México? Calificamos con un 2.7 donde 1 es extremadamente molesto y 7 nada difícil. O sea que no ha pasado de meras declaraciones eso de la simplificación administrativa. Y si se pregunta qué tan fácil es obtener información gubernamental, la calificación es por el estilo: 4.2 donde 1 es imposible de obtenerla y 7 muy fácil. Más allá de las cifras de muertos y de detenidos que no se consigna, el índice del WEF sobre el costo que el crimen y la violencia representa para los negocios es ilustrativo: 2.7, donde 1 es muy costoso y 7 nada costoso. Y por si fuera poco a la pregunta de qué tanto se puede confiar en la política para mantener la ley y el orden, la calificación es 2.5, donde 1 es que no se puede confiar nada y 7 que si.
Pero veamos más calificaciones: Desarrollo de infraestructura, 3.9, donde 1 es muy poco desarrollado y 7 eficientemente desarrollado y acorde a los estándares internacionales. Calidad de la red carretera, 4.1, donde 1 es sin desarrollar y 7 bien desarrollada. Distribución de la energía eléctrica, 3.9, donde 1 es insuficiente y 7 suficiente. Líneas telefónicas por 100 personas, México registra 17.7 mientras que Taiwán tiene 63.2, Suiza 61.4 y España 44.7, sólo como ejemplo. Calidad de la educación primaria, 2.6, donde 1 es pobre y 7 excelente. Calidad del sistema educativo, 2.9, donde 1 es insatisfactoria y 7 muy buena. Efectividad de la políticas anti-monopolios, 3.3, donde 1 es que no es eficiente y 7 que efectivamente los evita. Un retrato, vaya, que nos pinta crudamente, y que pinta algunas de las causas de nuestro atraso y –claro- de nuestros fracasos.
Por no hablar de otros temas, de la denuncia, por ejemplo, hecha hace apenas unas semanas por David Cockroft, secretario general de la Federación Internacional de Trabajadores del Transporte (ITF, por sus siglas en inglés) en el sentido de que “México es uno de los países más señalados en términos de violaciones a la libertad sindical”. Y podríamos seguir: instituciones que no funcionan, programas y recursos mal aplicados, ineficiencia gubernamental, abandono del campo. El caso es que nada de esto es sólo atribuible, como querrían los priístas, a la mala gobernación del PAN. En la realidad que tenemos hoy en México hay mucho de responsabilidad de los gobiernos emanados del PRI desde 1929 hasta el 2000, y de los legisladores y gobernadores de ese partido a partir de que se dio la alternancia.
Pero se insiste en el discurso acrítico y engañoso. Lo mismo de los que dicen que el pasado priísta era mucho mejor, por lo que tenemos que volver a él. Que los de los que insisten en que México está muy bien, y si acaso algo estuviera marchando mal, como por ejemplo la inseguridad y la violencia, es solo uno de los pagos por hacer bien las cosas. Así que a festejar sea dicho, aunque el costo supere los 2 mil 971 millones de pesos en total y sea de más de 580 millones de pesos sólo por lo que respecta al mega espectáculo que se realizará en las calles del Centro Histórico este 15 de septiembre. Casi el equivalente al presupuesto de la UNAM este año. ¡Ni Porfirio Díaz se atrevió a tanto! Porque el espectáculo además, será producido, no por mexicanos sino por la empresa australiana Instantia Producciones, que dirige Ric Birch, y la compañía francesa Royal de Luxe.
Lo malo es que en aras del “show” se ha acabado por frivolizar no sólo nuestra historia sino la lectura de la situación actual. Desempleo, subempleo, violencia, inseguridad, ahondamiento de las injusticias y pérdida creciente del poder adquisitivo son sólo algunos de los saldos que nadie explica. Aunque hay otro indicativo aún más inexplicable: que en lo que va de éste año la población en situación de calle en el DF aumentó 10% al pasar de 2,759 a 3,049 personas, según el conteo de la Secretaría de Desarrollo Social del DF. ¿Qué tiene que pasar en un hogar, en una familia, en la cabeza de un ciudadano para que decida "abandonar" su vida y sus esfuerzos para comenzar a vivir en la calle? Y sin embargo, cada día son más los que pasan a esta situación. ¿De veras cabe algún festejo? ¿Para eso se hicieron la Revolución y nuestra Independencia?

¿RADICALES VS. MODERADOS?, EL RETO DE LA IZQUIERDA





Hay una creencia generalizada entre algunos políticos y analistas de acuerdo con la cual los mexicanos somos temerosos de las definiciones extremas o radicales. Según esta tesis, el ciudadano medio (la clase media y eso que se da en llamar la “pequeñoburguesía”) es reacio a las estridencias y al discurso beligerante y le rehuye a toda propuesta provocadora o violenta. Y la historia parece darles la razón… en parte.
Allá en los inicios de la lucha independentista, Ignacio Allende escribía al cura Hidalgo, hablándole del desarrollo de las juntas conspirativas: “Se resolvió obrar encubriendo cuidadosamente nuestras miras, pues si el movimiento era francamente revolucionario, no sería secundado por la masa general del pueblo… Es necesario hacerles creer (a los ciudadanos) que el levantamiento se lleva a cabo únicamente para favorecer al rey Fernando VII”. Pero como se ve claro en esta carta -fechada casi un mes antes del “Grito” de Dolores, el 9 de agosto de 1810- era pura estrategia. Pues el plan era otro: no solamente reivindicar al rey destronado por los franceses sino lograr la plena libertad de la Nueva España.
Años después, Benito Juárez titubeaba frente a las leyes que Miguel Lerdo le exigía firmar para hacer realidad la Reforma liberal: “Si usted quiere dar la ley sea usted el presidente, yo no la doy”, le escribió en junio de 1859 a Santos Degollado, otro que lo presionaba a firmarlas. Y aunque al final Juárez firmó, la aplicación de la legislación reformista desató la contraofensiva conservadora y el amago del imperio francés, que implicaron una nueva guerra que duró casi 10 años más.
A eso era a lo que Juárez temía. Y años después, también, Venustiano Carranza.
Colocado frente a la disyuntiva de aceptar el cuartelazo de Victoriano Huerta o combatirlo, don Venustiano optó por lo segundo y elaboró un plan para la guerra, pero acotando los términos de la misma, temeroso de que la lucha se extendiera y se hiciera imposible su victoria.
Reunido en la Hacienda de Guadalupe con un grupo de jóvenes revolucionarios, prestos para el combate, cuando les presentó a estos los términos de su plan contra el usurpador todos protestaron: faltaban, le reclamaron, las grandes reivindicaciones sociales. Querían que en el Plan constaran sus sueños, los de su generación, y empezaron a redactar los “Considerandos”. Deseaban darle al pueblo no sólo una razón legal de la guerra sino una bandera de reivindicación. Francisco J. Múgica, en nombre de todos ellos, le reclamó a Carranza el carácter exclusivamente político del documento: “¿Donde están, le preguntó, los lineamientos agrarios, las garantías obreras? ¿Qué hay del fraccionamiento de los latifundios y la abolición de las tiendas de raya?”. Eran liberales formados en las luchas del magonismo y en la lectura de “Regeneración”, y Carranza los encaró. Les explicó que los terratenientes, el clero y los industriales eran más fuertes que el gobierno usurpador, y que más importante era en ese momento conseguir el derrocamiento de Huerta, argumentando que una revolución del corte de la que le proponían necesitaba, al menos, de una guerra de 2 a 5 años.
Múgica entonces, le respondió: “¡Hay aquí, señor, suficiente valor y juventud para dilapidarla, no sólo 2 ni 5 años, sino 10 años si es preciso!”.
Prevaleció, sin embargo, el “buen juicio” de Carranza y se aprobó el Plan pero a condición de que al triunfo de la causa se harían las reformas sociales. Fue ahí cuando se estableció el compromiso de una nueva Constitución, y a partir de ese momento todos esos jóvenes revolucionarios se convirtieron en vigilantes de la causa social de la Revolución. Fue el nacimiento de la corriente liberal jacobina, la izquierda de entonces, mitad liberal, mitad socialista, con algo también de anarquismo. Al final no fue Carranza el que hizo la Revolución, fueron ellos, Múgica y los “radicales”, que le ganaron la partida en el Constituyente de Querétaro y lograron que quedaran plasmados sus propósitos sociales –con la clara oposición del Primer Jefe- en los artículos 3, 27, 123 y 130.
Todo esto viene a cuento por los artículos de Fidel Castro sobre el liderazgo de AMLO y las diferencias -que pueden degenerar en disputa- entre dos visiones de la izquierda actual: la moderada y la radical, frente a lo cual muchos se preguntan: ¿qué tanto sirven realmente a la causa de AMLO las alabanzas de Castro? ¿Qué izquierda es preferible, la moderada, presta a reconocer la política de hecho y a hacer alianzas al estilo de Lula; o la radical que hizo el plantón de Reforma y nunca reconocerá los resultados del 2006? Más aún, ¿cuál de las dos es la que tiene la razón?
La historia nos demuestra que ninguna por sí sola. No la tienen los moderados porque los cambios nunca se hacen con medias tintas y la hora de las definiciones llega, tarde o temprano. Pero tampoco los radicales, porque divididos y sin el apoyo de los moderados y los “realistas” no se llega a ningún lado. Las dos entonces, pero juntas y hermanadas de una manera estratégica. No por nada tuvo éxito en el 2006 la campaña sucia que equiparó a AMLO con Castro y Chávez, y prendió la idea de que era “un peligro para México”.
Lo que le decía Allende a Hidalgo para asegurar el apoyo de la mayoría a la aventura independentista. Lo que alegaba Carranza cuando los radicales lo apuraban a abrir todos los frentes de batalla y él razonaba que la lucha era por partes. O lo que frenaba a Juárez cuando trataba de encontrar la cuadratura al círculo de la Reforma sin confrontar más a los mexicanos.
La clave, en el caso de los que tuvieron éxito, es que no se dividieron, que permanecieron unidos en los momentos decisivos y se congregaron en torno a un solo liderazgo al que le dieron ese carácter porque sus discrepancias nunca fueron de fondo. Efectivamente así fue con Juárez, que libró toda su lucha contra los conservadores sorteando las discrepancias con los “Puros” pero con ellos al lado siempre. Y también con Carranza, por lo menos hasta el momento en que se promulgó la Constitución y llegó a la presidencia. Porque cuando no fue así, como en el caso de Hidalgo y Allende que casi desde el inicio de la lucha se la pasaron disputándose el mando a veces encarnizadamente, el resultado fue desastroso. Ni pena vale recordar lo que les costó, a ambos la muerte, y al país el alargamiento de la guerra por 10 años más y que otros reencausaran la lucha y la salvaran.
Hoy la izquierda encara un reto que es de vida o muerte. Dividida entre los que se dicen moderados y radicales, el hecho es que si no atina a presentarse con un candidato único y un programa de suma, le esperan, lo menos 10 años de vacas flacas.
Por eso es importante, fundamental diría, el papel que juegue el DIA –el frente que agrupa al PRD, PT y Convergencia- para evitar el enfrentamiento de los grupos y de los precandidatos a la hora que se tome la decisión de la candidatura presidencial: capacidad para convocarlos a todos, conciliarlos; actuar como depositario de la confianza de cada uno de ellos en una causa común: la posibilidad de tener un presidente de izquierda, de toda, en el 2012. Que necesariamente tendrá que empezar por ser el candidato que mejor concilie la defensa de los principios con las posibilidades de ganar.
Un papel muy similar al que jugó en 1928 Plutarco Elías Calles cuando se vio en el trance de elegir al sucesor de Alvaro Obregón y evitar que el proceso se le fuera de las manos a él y a los revolucionarios. Un liderazgo equilibrador, moderador de los ánimos, que asegure el entendimiento entre todos los que aspiran y las reglas que garanticen el reconocimiento de sus resultados por los derrotados.
Calles pudo hacerlo porque tenía todo el poder, pero no hay actualmente en la izquierda una figura similar. Todo se reduce a autoridad moral. Bastará pues que se preserve eso, la autoridad moral. Que ahí reside toda la esperanza de que el proceso de selección del candidato presidencial de la izquierda no acabe en un choque de trenes.





RECORDANDO LOS “BUENOS” GOBIERNOS DEL PRI: EL DE RUIZ CORTINES

Ya hemos relatado aquí mismo otras veces el ambiente de crisis y confrontación con que cerró su gobierno Miguel Alemán. Y a tal grado, que no sólo se ganó el rechazo popular sino hasta la condena del hombre que le sucedió en el poder, Adolfo Ruiz Cortines, quien estuvo a punto de no poder tomar posesión y en su discurso de inauguración marcó distancias con Alemán diciendo: “Jamás permitiré que se quebranten los principios revolucionarios ni las leyes que nos rigen… Seré inflexible con los servidores públicos que se aparten de la honradez y la decencia”. Lo que se interpretó como un reproche al estilo alemanista. Como si él mismo no hubiera sido parte de ese gobierno.
La verdad es que Ruiz Cortines tenía sobre sí acusaciones no solo de haber sido impuesto mediante fraude sino de haber servido a los norteamericanos cuando invadieron Veracruz en 1914, y necesitaba legitimarse. Francisco J. Múgica había hecho la denuncia de su colaboracionismo durante la campaña y presentó todas las pruebas, pero el entonces candidato priísta armó un “cabildo popular” con testigos pagados que lo exoneraron cínicamente diciendo que el Ruiz Cortines de la denuncia era un homónimo. Contaba Gonzalo N. Santos que muy preocupado estaba don Adolfo ante las evidencias y que él lo había salvado dándole “el remedio y el trapito”: bastaba con sacar “dos costales” (se refería a 2 millones de pesos para repartir y comprar gente) del Banco Agrícola. Y ni tardo ni perezoso le llevó a su gerente José María Dávila, a quien Ruiz Cortines lo recibió diciéndole: “Chema querido, para una batalla estratégica de la Revolución se necesitan 2 millones de pesos”. Dávila soltó el dinero por supuesto, y las acusaciones contra Ruiz Cortines se perdieron en el olvido.
El hecho es que don Adolfo, consciente de los cuestionamientos en su contra y urgido de legitimarse, inició su gestión presentándose como la antítesis de su antecesor: como un férreo defensor de la Constitución asegurando que respetaría las conquistas revolucionarias, empezando por el petróleo; como un perseguidor de los corruptos y como un gobernante preocupado por los más pobres, tomando las banderas de la oposición y tratando de copiar el programa de su contrincante que reclamaba el triunfo, el general Miguel Henríquez Guzmán.
Era una simulación, desde luego. Lo que pasaba era que la resistencia civil que encabezaba Henríquez en protesta por el fraude atizaba el ambiente de desconfianza e inquietud política y Ruiz Cotines necesitaba calmar los ánimos. Por eso inundó el Congreso con iniciativas para atraerse simpatías: una estableciendo la obligatoriedad de todo funcionario de manifestar sus bienes, y otra por la que de oficio podría investigarse a quien diera muestras de “enriquecimiento inexplicable”. Otra más contra los monopolios. Y otra estableciendo un control de precios de lo más estricto y el abaratamiento del maíz, el frijol, el azúcar, la manteca y el aceite, la manta, la mezclilla y el percal.
Más allá de eso -pura retórica, se vería luego-, el inicio del gobierno ruizcortinista estuvo marcado por una fuerte recesión económica y una aguda contracción de las actividades industriales que se agravaron con el correr de los meses. En abril de 1954 se produjo una nueva devaluación que estableció la paridad de 8.65 a 12.50 pesos por dólar, lo que aceleró la inflación, y el gobierno tuvo que reconocer que se había frustrado todo intento por elevar el nivel de vida de los mexicanos.
Por si esto fuera poco, fue en ese tiempo que inició el endeudamiento del país dizque para “financiar el desarrollo”, en realidad una expresión más de la derechización del gobierno y el grado de dependencia a que habíamos llegado, porque se hacía mediante créditos del BIRF, del FMI y del Eximbank.
Lázaro Cárdenas propuso entonces una fórmula como medida para calmar las tensiones y cerrarle el paso definitivamente al alemanismo que se mantenía agrazado, amenazante: una alianza entre el partido que se decía defraudado en la elección del 52 y el partido gobernante acusado de consumar el fraude. Resultado de ello Henríquez se entrevistó con Ruiz Cortines el 23 de febrero de 1953 y el candidato que se ostentaba como “presidente legítimo” le dijo esto, de entrada, al “presidente espurio”: “No vengo como un derrotado ni a pedir perdón. Por el contrario, quiero que sepa usted que mantengo todas y cada una de las afirmaciones que hice durante la campaña. Quiero decirle también que en esta lucha no estamos buscando satisfacciones de orden personal ni conquistas de grupo. El problema político creado por la decisión oficial de violentar las elecciones podría dejar de ser discutido siempre que se garantizara el reconocimiento de las demandas populares, que dieron aliento y contenido a la lucha de nuestro partido. Esto es, que estamos dispuestos a deponer nuestros intereses partidistas en aras de los intereses nacionales”
“Como revolucionario que soy, le respondió Ruiz Cortines, cuidaré que el gobierno no se salga de los lineamientos constitucionales y aplicaré una política en favor del pueblo”.
“Si es así, le reviró Henríquez, merecerá el respaldo y el entusiasta apoyo de todos los mexicanos. Ese noble motivo está por encima de cualquier otra consideración y, por ello, estoy autorizado por mi partido para decirle que no escatimaremos nuestra colaboración en esa obra reivindicadora, siempre que usted se comprometa a realizar el programa por el que venimos luchando”.
Pero era pura faramalla. Ni se puso freno al grupo alemanista ni se hicieron las reformas que reclamaba la oposición. Era un mero recurso para legitimar a Ruiz Cortines y afianzar el poder del PRI, así que Henríquez se negó a hacerle el juego.
Y sin embargo, la alianza se dio. No con él, pero si con Lombardo Toledano y una parte de la izquierda, la llamada “moderada”, que se alineó en sendos partidos paleros (el PPS y el PARM) que a partir de entonces apoyaron al gobierno en todo e invariablemente sostuvieron las candidaturas presidenciales priístas a cambio de unas migajas del pastel: unas cuantas diputaciones, acceso a negocios oficiales y el “honor” de ocupar lugares en los presidiums del poder. Alianza que sobrevivió, por cierto, hasta 1988, cuando apoyaron la disidencia de Cuauhtémoc Cárdenas.
Al henriquismo en cambio, que siempre estorbó en ese esquema de democracia de apariencia, lo desaparecieron de plano del mapa político, eliminándolo como partido y reprimiendo a sangre y fuego a sus militantes. Además, en cuanto el gobierno se sintió seguro, volvió la misma flexibilidad en el solapamiento a los monopolios, volvieron los negocios desde el poder, aunque con más discreción y con diferentes apellidos; se mantuvo el freno a la Reforma Agraria y la misma política de corrupción sindical; y se dio marcha atrás en muchas medidas de rectificación revolucionaria que se habían anunciado en la toma de posesión.
Fueron los años de afirmación del autoritarismo. Ni los gobernadores se salvaron. Si uno de ellos caía de la gracia presidencial se le forzaba a renunciar o se declaraba la desaparición de poderes. Sólo en ese sexenio cayeron cinco, los de Sinaloa, Yucatán, Tabasco, Chihuahua y Guerrero. Y no sólo eso sino que en el Congreso la presencia de la oposición –minoritaria- era meramente simbólica.
En todo caso, el cierre del sexenio rebasó todas las expectativas: hubo represión contra el Instituto Politécnico, contra los maestros, contra los ferrocarrileros, contra los petroleros, contra los telegrafistas y, desde luego, contra la izquierda “radical”.¡Así se hacía política en los años de los “buenos” gobiernos del PRI! Y todavía hay quien dice que Ruiz Cortines fue uno de los mejores presidentes que hemos tenido y que estadistas como el veracruzano “no se dan en maceta”.

lunes, 6 de septiembre de 2010

MAS DE LOS AÑOS DE PRI Y LA “GUERRA SUCIA” SIN CASTIGO




Decía en anterior colaboración, hablando sobre los homenajes oficiales, en especial sobre los nombres que se inscriben en letras de oro en el Congreso, que sería bueno rescatar del olvido la petición aquella hecha hace ya 11 años y colocar en los muros del Congreso la leyenda "A los mártires de Tlatelolco de 1968". Aunque que yo creía que debía de decir mejor: “A los caídos en la defensa de la democracia de 1929 al 2000”.
Es que la guerra sucia en México no empezó en los años 60. Empezó en 1929, y desde entonces se hizo para sostener al PRI y defenderlo, no solamente de los guerrilleros o los terroristas, sino de todos los luchadores de la democracia.
Basta recordar el crimen contra los vasconcelistas en Topilejo en 1930, la matanza de almazanistas en los 40, o la larga historia represiva que vivieron los henriquistas en los 50-60, sólo por citar tres ejemplos.
Basta recordar también lo difícil que fue la existencia de la oposición en los años del reinado priísta. Que todavía en la década de los 70 era imposible pensar en formar un partido político sin el permiso del gobierno, porque ser independiente, disentir del poder, era visto como un peligro. Más que como una expresión natural de la democracia, se le consideraba un estorbo, y hasta se le llegó a calificar de antipatriótico.
Esto por no hablar del argumento con el que los priístas justificaban los fraudes electorales: “es que si dejamos en libertad a los ciudadanos -decían sin ningún rubor-, a lo mejor hacen presidente a un cura o a Cantinflas”. Y así de frescos se ostentaban como “defensores” del país contra la “amenaza” de “la derecha”, violentaban resultados y escamoteaban triunfos de la oposición.
Porque en esa guerra del gobierno contra los ciudadanos disidentes todo se valía. Desde el fraude electoral y la descalificación política, hasta la cárcel y la tortura, el espionaje, el destierro y el asesinato.
Por eso, precisamente, porque en ese tiempo no había ley que valiera, muchos de esos demócratas, agotadas las vías legales, fueron empujados al clandestinaje y orillados a tomar las armas. Y si no las tomaban, se les inventaba, para deshacerse de ellos.
Eso fue lo que pasó con el medio centenar de vasconcelistas que fueron ajusticiados en Topilejo el 14 de febrero de 1930. Los acusaron de “sediciosos” para encubrir el crimen. Y antes, el 20 de septiembre de 1929, el secretario del presidente Pascual Ortiz Rubio había matado a Germán del Campo, un joven entusiasta partidario de José Vasconcelos, sólo por pronunciar un discurso contra el gobierno.
Lázaro Cárdenas tampoco estuvo exento del uso de la fuerza contra opositores. El 7 de julio de 1940, fecha señalada para elegir a su sucesor, hubo fraude y como hubo también protestas, se dio la represión. El centro de la Ciudad de México se convirtió en un verdadero campo de batalla.
“Los balazos se escuchaban por todas partes –recordaba tiempo después el reportero Jesús M. Lozano-. Al llegar a la oficina, Bill Lander, el jefe de la United Press, me dijo: hay cientos de muertos. Vete a ver lo que pasa. Salí rumbo a la Cruz Verde. Los quirófanos y camas repletos de heridos; muchos agonizantes. En el patio, en el suelo, heridos y cadáveres. Espectáculo inenarrable e inolvidable. Sangre, mucha sangre. Quienes podían hablar, informaban: ‘Nos balacearon frente a La Nacional’. Otro: ‘A mí en Bellas Artes’; el siguiente: ‘A mí en El Caballito’, y otro más: ‘En La Villa’. Era un abanico de muerte sobre la ciudad”. Al final de aquella campaña sumaron 1,116 los almazanistas asesinados. Pero luego del 7 de julio, y aún después del retiro del candidato opositor Juan Andreu Almazán, hubo muchas otras muertes, sobre todo de aquellos que, desoyendo su llamado a no exponerse levantándose en armas, intentaron revelarse.
En el gobierno de Manuel Avila Camacho dos represiones son dignas de recordarse: contra el sindicato de materiales de guerra el 23 de septiembre de 1941 y contra decenas de ciudadanos, en la plaza de León, el 2 de enero de 1946.
La represión durante los gobiernos de Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines, entre 1946 y 1958, fue formidable. Llegaron a crear una policía política, la “Federal de Seguridad”, y hasta a inventar un delito que metieron en la Constitución, el llamado de “disolución social”, para legitimar el uso de la fuerza contra los opositores. Y con motivo de las elecciones de 1952 la persecución en contra del henriquismo fue casi obsesiva. A diario aparecía un opositor muerto en el rumbo de la carretera a Cuernavaca. Y se llegó al extremo de proscribir la militancia henriquista. El colmo fue el caso del abogado defensor de los presos henriquistas, Marco Antonio Lanz Galera. Cuando acudió a la Federal de Seguridad a amparar a algunos de ellos, en la víspera del informe presidencial de 1953, el coronel Leandro Castillo Venegas, jefe de la policía, ordenó que lo llevaran a dar un “paseo”… En ese paseo lo insultaron, lo golpearon y finalmente le dispararon dos tiros y lo dejaron desangrándose, pensando que se moriría en segundos. No fue así, alcanzó a señalar a sus asesinos. Pero estos alegaron “legítima defensa” y en los periódicos, al día siguiente, lo que se dijo fue que se trató de una “vulgar riña”.
Entre 1956 y 1958 la represión fue contra los maestros, los telegrafistas, los ferrocarrileros y los petroleros, por el único delito de creer en su calidad de ciudadanos. Y el gobierno de Adolfo López Mateos no se quedó atrás. Ahí está el testimonio de la persecución contra el navismo en San Luis Potosí, el encarcelamiento del periodista Filomeno Mata y el pintor David Alfaro Siqueiros, y el asesinato de Rubén Jaramillo, luchador agrarista de Morelos.
Luego de eso vinieron el 68 de Díaz Ordaz, el “jueves de Corpus” de 1971 de Echeverría y la “guerra sucia” contra las guerrillas que abarcó hasta los 80.
Lo peor es que hoy, la “guerra sucia” en contra de la democracia persiste, aunque se hace de otro modo. Atrincherados en sus cotos de poder, disfrazados de “analistas” y “encuestadores”, ocultos en membretes llamados “ciudadanos”, infiltrados dentro de los partidos demócratas y apoyados por los sindicatos y las instituciones corrompidas que ellos mismos crearon para avalar la simulación, los enemigos de siempre de la democracia se aplican ahora a abortar cuanta iniciativa parte de quienes quieren hacer realidad el cambio.
La consigna es, lisa y llanamente, desacreditar el cambio, impedirlo para justificar la vuelta atrás, aunque en el intento propicien la decepción por la democracia y asesinen toda esperanza.
La verdad es que en México, durante las últimas ocho décadas, vivimos un auténtico sistema de corrupción y complicidad que no ha podido ser desmantelado del todo. Y no se le ha podido desmantelar sencillamente porque está visto que no basta con que haya llegado al poder un partido distinto al PRI para que México cambie.
El problema es que el viejo aparato permanece intacto. El poder real lo siguen teniendo los mismos. Y el priísmo pervive no solamente en un partido sino en las conciencias de los políticos que toman las decisiones en este país, y a tal punto que la “guerra sucia” no solo no ha sido investigada y mucho menos castigada sino que, reeditada con otras armas y otros recursos, empieza a dar sus frutos: el PRI está a punto de recuperar la presidencia.
Confundidos entre los signos de reiterada incapacidad de un gobierno que no ha podido o no ha querido serlo, y el empecinado divisionismo que impera en ese sector que más que “izquierda” le gusta autollamarse “izquierdas” para afirmar sus diferencias, los mexicanos miramos ya con cierto desaliento el adelanto de la sucesión del 2012.
Dicen algunos que entonces tendremos que escoger entre lo peor (el PAN) y lo menos peor (el PRI). O en todo caso, esperar a que las cúpulas de los partidos de la izquierda no se dividan.
Hay que confiar en la memoria y en la madurez de los ciudadanos.