viernes, 22 de octubre de 2010

EL NOMBRE DE MEXICO


No cabe duda que hay algunos legisladores más preocupados en producir iniciativas vanas, acaso sólo para llamar la atención, antes que involucrarse en la tarea de fondo de producir leyes benéficas para todos que debía caracterizar a nuestro Congreso, a cualquier congreso de cualquier parte del mundo.


Es el caso de la iniciativa presentada por un grupo de senadores panistas y del PVEM en el marco del Centenario del inicio de la Revolución y del Bicentenario del inicio de nuestra Independencia para cambiar el nombre de nuestro país.

El argumento para llamarlo México y no Estados Unidos Mexicanos es que “absolutamente nadie le llama así”. En el extranjero, alegan, nos conocen como mexicanos; en cualquier parte del territorio nacional nos nombran mexicanos; nuestra nacionalidad, conforme al acta de nacimiento, es la mexicana; y sin embargo, México como Estado-Nación no existe como tal en nuestra Constitución porque ahí nos llamamos “Estados Unidos Mexicanos” cuando -concluyen ya en el colmo de la cursilería- “es irrefutable que hoy ya existe un país llamado México en nuestros corazones, en nuestra historia, en nuestra idiosincrasia, cultura, tradiciones e instituciones”. Como si Francia fuera menos Francia porque su nombre oficial es Republica Francesa, por ejemplo. O Suiza menos Suiza por llamarse Confederación Suiza.

No es esta la primera vez que se intenta. Ya son cuatro las iniciativas en ese sentido, y por cierto que la primera no fue, como dicen los cortos de memoria, la que presentó Felipe Calderón cuando fue diputado en 2003. El primer intento por ponerle México a nuestro país fue en diciembre de 1993, en pleno gobierno salinista, en el marco de la aprobación del TLC, y fue impulsado nada menos que por José Córdova Montoya, secundado por la fracción del PRI en el Congreso, entre otros Héctor Hugo Olivares, Eduardo Robledo, Rubén Figueroa, Netzahualcóyotl de la Vega, Leonardo Rodríguez Alcaine, Miguel Alemán, María de los Angeles Moreno, Rodolfo Echeverría y hasta Silvia Pinal, o sea puro político moderno. Luego de esa fue la de Calderón, hace 7 años, bajo el argumento de que la decisión de nombrar a nuestro país como se llama “respondió a circunstancias específicas producto de un decreto, y no resultado de una reflexión profunda”. En 2007 hubo otra iniciativa, ésta presentada por diputados del PAN, PRD, PT y Convergencia. Y todavía hubo otra más, en 2008, basada en la iniciativa de Calderón.

Hay que decir que en 1993 el debate fue bastante amplio (se convocó a un foro público) y no dejó lugar a dudas respecto a la sinrazón de cambiar la denominación oficial. Argumentaron en contra del cambio los más connotados y serios juristas del país. Entre otros Antonio Martínez Báez e Ignacio Burgoa Orihuela, aclarando este último que en todo caso un cambio así sólo podía hacerlo un Congreso Constituyente y no un Congreso ordinario. Y dado que no se dieron los consensos, el debate terminó con una propuesta de someter la iniciativa a un plebiscito.

Haciendo caso omiso de todo esto, dicen los autores de esta ya cuarta, repito, iniciativa para cambiar el nombre oficial del país, que “tal como aparece en la Constitución se le atribuyó en la Constitución de 1824 sin un razonamiento social, histórico o político que lo sustentara, simplemente como imitación de la Constitución de los Estados Unidos de América”. Y aparte de todo, ignorantes.

Sí, porque el asunto no es tan superficial y, en todo caso, las dudas ya fueron resueltas no sólo durante los foros de 1993 sino en los debates que antecedieron la promulgación de la Constitución del 24 y, años después, nada menos que por nuestros padres fundadores, los Constituyentes del 17, que tan temprano como en su décima sesión, la del 12 de diciembre de 1916, coincidieron en cómo debía llamarse el país. Fueron casi 4 horas de discusión bastante intensa, porque vaya que ahí sí se presentaron argumentos.

Decía el dictamen de la Comisión de Constitución, firmado por Francisco J. Múgica, Luis G. Monzón y Enrique Recio, que debía ser sustituido el nombre de Estados Unidos Mexicanos por el de “República Mexicana”, y daban entre otros los siguientes argumentos: que nuestro país no tenía la misma tradición de los Estados Unidos; que allá existían varias colonias regidas por una “carta” cada una, es decir que se trataba de estados distintos que al independizarse y convenir en unirse tomaron naturalmente el nombre de Estados Unidos, mientras que nuestro país “por el contrario, “era una sola colonia regida por la misma ley, no existían estados, los formó, dándoles organización independiente, la Constitución de 1824”. Y hasta que la forma republicana federal la copiamos siguiendo el modelo del país vecino y que les copiamos también lo de “Estados Unidos”. En suma, que “la denominación de Estados Unidos Mexicanos no corresponde exactamente a la verdad histórica”, y concluían: “Durante la lucha entre centralistas y federalistas, los segundos preferían el nombre de Estados Unidos Mexicanos; por respeto a la tradición liberal podría decirse que deberíamos conservar la segunda denominación; pero esa denominación no traspasó los expedientes oficiales para penetrar a la masa del pueblo, que ha llamado y seguirá llamando a nuestra patria ‘México’ o ‘República Mexicana’; y con estos nombres se le designa también en el extranjero. Cuando nadie, ni nosotros mismos, usamos el nombre de Estados Unidos Mexicanos, conservarlo oficialmente parece que no es sino empeño de imitar al país vecino”.

Pero se quedó la denominación de Estados Unidos Mexicanos a la hora de someterla a votación. Y se quedó porque hablaron a favor de ese nombre, entre otros, los diputados Luis Manuel Rojas, Luis Espinosa, Emiliano P. Nafarrate, Alfonso Herrera y Félix F. Palavicini, y lo hicieron con argumentos tan claros y contundentes que convencieron a la mayoría.

Palavicini, por ejemplo, afirmó que rechazaba de plano el dictamen de la Comisión porque apestaba a centralismo. Rojas, demoledor, aseveró: “Los señores diputados de la Comisión indudablemente nos demuestran que son representantes de ideas conservadoras, a pesar de que ya estaba perfectamente definido el punto en nuestras leyes… La frase Estados Unidos Mexicanos según los miembros de la Comisión son una copia servil e inoportuna de los Estados Unidos de Norteamérica. Sobre este punto, creo que los Constituyentes de 57 no hicieron más que usar la dicción exacta… La frase ‘Estados Unidos Mexicanos’ connota la idea de estados autónomos e independientes en su régimen interior, que sólo celebran un pacto para su representación y para el ejercicio de su soberanía; de manera que no hay otra forma mejor que decir: Estados Unidos Mexicanos. Y la prueba es que todas las naciones que han aceptado este principio han recurrido a igual expresión, lo mismo en Argentina que en México o en Colombia, y hasta cuando los pensadores nos hablan de un porvenir más o menos lejano, en que las naciones de Europa dejen su condición actual y se unan, conciben ellos que formarían una sola entidad llamándose “Estados Unidos de Europa”, y sería muy absurdo suponer que semejante federación de naciones se pudiera llamar ‘República de Europa’… Y en cuanto a que ese nombre no ha entrado en la conciencia nacional y que no ha pasado de las oficinas públicas, pienso que la Comisión ha sufrido un descuido involuntario porque hasta en las monedas se lee Estados Unidos Mexicanos”.

El diputado Fernando Castaños señaló lo siguiente: “Debemos dejar que subsista el nombre de Estados Unidos Mexicanos para la nación mexicana, porque Estados Unidos Mexicanos claramente está diciendo que nuestra República está compuesta por Estados Libres y Soberanos pero unidos todos en un pacto federal”. Múgica tuvo que capitular y reconocer: “Yo quedaré muy contento si esta asamblea repudia un dictamen cuando ese dictamen no esté conforme con el sentir de la revolución”. Se dijo entonces que los temas de fondo eran otros, se declaró suficientemente discutido el asunto, y se votó. El resultado fue contundente: 57 a favor del cambio de nombre, 108 en contra.

Y pasaron a los temas realmente importantes. Una lección, ¿o no?


Publicado en Unomásuno, 28 de septiembre de 2010.

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