martes, 26 de abril de 2011

EL PRI Y EL PAN Y “EL OTRO” PROYECTO DE NACION



Decíamos la semana anterior que, frente al evidente desastre nacional, lo que necesita México es un programa de gobierno realmente diferente a todo lo que hemos tenido –y que ha fracasado-, es decir, diferente a lo que hizo el PRI y a lo que ha hecho el PAN. Y decíamos también que la lógica indica que es este el turno de la izquierda, pero de una izquierda que no tema decir su nombre y no de esa que se pinta de “razonable” y se dice “centrista” o “moderada” para acabar siendo algo así como la mezcla de “lo bueno” del PRI y “lo bueno” del PAN, al fin lo mismo.

Y está ahora sobre la mesa el Nuevo Proyecto de Nación de AMLO, que precisamente por definirse “de izquierda” ha sido criticado de manera superficial con los mismos argumentos de 2006: que se trata de una expresión más del populismo, que es el regreso del modelo del PRI de los 70, que es una copia del programa de Hugo Chávez, etc.; pero que valdría la pena revisar sin prejuicios y a la luz de nuestra historia.
Para empezar, decir, como decía José María Luis Mora, que la vida de este país está definida por la lucha entre dos fuerzas, entre dos partidos: el retroceso y el progreso. Y que esa lucha constante, permanente y vigente, es la que ha construido el perfil de nuestra nación de tal forma que es justamente esa pugna la que ha dado sentido a nuestra historia, la cual que arranca, como es natural, con la visión de dos actos fundacionales: el “Grito” de Miguel Hidalgo y el Plan de Iguala de Agustín de Iturbide. Depende del proyecto de que se trate.
Pero el proyecto de nación progresista, no cabe duda, se gesta a partir de la idea de nación que tenían los hombres que querían nuestra independencia, como Hidalgo y también José María Morelos, quienes, contra lo que dicen los historiadores conservadores –de Alamán a Martín Moreno- sabían muy bien lo que querían hacer.
También lo sabían ellos, los conservadores, desde luego. Por eso sacaron del ostracismo a un pícaro como lo era Iturbide y fraguaron su plan al amparo de los muros de un templo, de La Profesa, sólo para evitar que llegara la reforma liberal de España, los ecos de la revolución de Rafael del Riego, y para falsear la lucha de independencia hasta el punto de convertirla en bandera justamente de aquellos que no querían la independencia.
La verdad es que los insurgentes sabían lo que se traían entre manos. Nada de que fueron a la guerra sin saber su causa, y mucho menos para restaurar en el trono a Fernando VII. No lo decían abiertamente por mera táctica, y ya hemos hablado aquí de una carta de Ignacio Allende a Hidalgo, así como del plan masónico hallado entre los papeles del Virrey don José Miguel de Azanza, que dejan muy claras las cosas; así que de que sabían que su lucha era por la liberación de España, ni duda cabe. Pero no sólo eso. El grito “¡Muera el mal gobierno! ¡Mueran los gachupines!” de Hidalgo era mucho más que un grito de independencia. Era un grito de reivindicación producto del abuso de un sector privilegiado que acaparaba los puestos y las riquezas, y que en nombre del “derecho de conquista” relegaba y sometía a los ciudadanos no peninsulares, y hasta los despojaba sin ningún miramiento. Lo que quería hacer Hidalgo, en suma, no era sólo un movimiento de liberación de España, una mera independencia política. Era una revolución social. Y por eso no solamente hablaba ya de un régimen republicano, contrario a la monarquía, sino que sus primeras disposiciones fueron la abolición de la esclavitud y la reforma agraria, este último un acto de reivindicación tan claro que implicaba la devolución de las tierras a sus verdaderos propietarios, los indios.
El Plan de Iguala en cambio -el plan de consumación de la independencia que dio paso a la primera alianza del “agua y el aceite” de nuestra historia, la de insurgentes y realistas-, no fue obra del partido del progreso. Fue obra del partido del retroceso. Es decir, de la alta burocracia virreynal, de los comerciantes y propietarios adinerados y por supuesto del clero, quienes lo único que querían era evitar que se aplicara aquí la Constitución de Cádiz, proclamar “la libertad” de España pero no para provecho del pueblo sino únicamente de ellos, de las clases altas, para conservar íntegros sus fueros, privilegios y riquezas. O sea, para que nada cambiara.
El grito pues, de “Unión, Independencia y Religión” de Iturbide, revestía las características de un engaño porque en nombre de la “conciliación” con los insurgentes se estaban saboteando en realidad -y aplazando- las verdaderas causas de la lucha, se aseguraba la continuidad de la monarquía -ejercida de manera directa por la corona española o por interpósita persona-, y con ella la continuidad del sistema virreinal con todas sus características injustas. No es casual que el Acta de Independencia de 1821 resultado del Plan de Iguala no la haya firmado un solo insurgente. Puro peninsular privilegiado. Y tampoco que entre los integrantes del primer gobierno independiente, la Suprema Junta Provisional Gubernativa, no haya figurado tampoco un solo insurgente. Vicente Guerrero mismo, el guerrillero tenaz que sostuvo la bandera independentista, iba en la retaguardia del desfile “triunfal” de las tropas aliancistas que presidía, con todo el fasto obviamente, Iturbide, quien por si fuera poco acabó encabezando la monarquía del “México Independiente”.
No se había ganado la paz. La supuesta “conciliación”, la “unión” de todos los mexicanos era una completa farsa. Por eso, durante toda la primera mitad de nuestra vida independiente nos la pasamos en medio de golpes de Estado, asonadas y revueltas, una inestabilidad que ha espantado a casi todos nuestros historiadores pero que sin embargo tuvo una muy profunda razón de ser: cumplir con lo que ya bosquejaba Hidalgo desde el inicio de la lucha; cumplir con los “Sentimientos de la Nación de Morelos, con la Ley de Apatzingán; hacer pues la verdadera independencia; en síntesis, implantar el liberalismo en México. Una empresa que se llevaría más de 30 años.
¿Y qué era justamente lo que querían Hidalgo y Morelos? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de liberalismo? Está muy claramente expresado en “Los Sentimientos”, en síntesis: devolverle la soberanía al pueblo, mejores condiciones de trabajo, eliminación de los privilegios y los impuestos injustos, moderación de los sueldos de los gobernantes, un gobierno republicano representativo y un sistema que “modere indigencia y opulencia”, nada menos que un modelo de equidad social, de un liberalismo que ya desde entonces tenia mucho de socialismo, tan avanzado o más que otros que vinieron después, puesto que se basaba no solamente en el reparto de la riqueza sino en el mantenimiento de un régimen de libertades, ideal que no tuvieron otros modelos socialistas. Y tampoco los estrictamente liberales.
Esa es nuestra experiencia, toda la historia de México: la historia de las luchas del pueblo por asegurarse el derecho a una vida digna y al autogobierno, a la democracia, a las libertades y al usufructo de sus recursos y bienes naturales. Como también, toda la historia de las luchas de las clases privilegiadas, de los conservadores, ha sido frenar una y otra vez cada uno de esos intentos.
Y por cierto que con el paso del tiempo tuvieron que ser expulsados los españoles para que empezara a regresar la paz. Sí, porque para que la nación mexicana pudiera existir tuvo que cumplirse también con esa parte del grito de Hidalgo: eliminar a los gachupines, no matándolos pero sí expulsándolos a todos.
Suficientes lecciones que, aunque parecieran lejanas, nos pueden dar la pauta para entender muchas cosas del presente. Y por qué un proyecto de nación de avance, de progreso, no lo pueden ofrecer ni el PRI ni el PAN. Es necesariamente un proyecto de la izquierda.
¿Lo es el de AMLO? Lo trataremos de responder más adelante.

Publicado en Unomasuno el 26 de abril de 2011.

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