miércoles, 30 de marzo de 2011

EVOCACION DE JUAREZ EN LA CRISIS DE LA IZQUIERDA


Contradictorio, por no llamarlo de otro modo, el que una de las maneras de promover la alianza PAN-PRD en el Estado de México sea mediante una campaña que equipara a AMLO con Enrique Peña Nieto (“Los que tienen miedo” se les llama en espectaculares y carteles). Y digo que es contradictorio porque en momentos como los actuales en los cuales muchos pensamos que, a pesar de las divergencias, el bien mayor a proteger es la unidad de la izquierda, esto no abona en los más mínimo para la reconciliación y los acuerdos y, antes por el contrario, avizora que el camino a seguir es el de la exclusión y la ruptura.


Por eso conviene insistir en el ejemplo de Juárez y de los liberales del siglo XIX pero como un referente para subrayar el ánimo de unidad; como una manera de incitar a la reflexión en las filas de la izquierda en este momento de crisis, puesto que es hoy quizá más que nunca cuando se necesitan esfuerzos conciliadores, integradores, que eviten, más que las discrepancias –que no necesariamente son malas-, el olvido de los principios y las causas –algo a lo que siempre se debe temer-.

Hay muchos otros ejemplos; pero el de Juárez es particularmente interesante porque es una auténtica lección de liderazgo, de un liderazgo eficaz, y de cómo la división –la diferencia de opiniones- no siempre es suicida ni necesariamente conlleva el fracaso de una empresa. Y a veces hasta se hace necesaria.

Me refiero a la división que vivió el Partido Liberal durante toda la etapa de la Reforma y la República (“puros” contra “moderados”), y a cómo, a pesar de que casi no hubo tregua entre ellos ni en medio de la guerra civil ni en medio de la intervención extranjera, jamás se puso en entredicho el cumplimiento del programa progresista ni sus principios ni sus metas.

Esto se debió a varias cosas. A que aquellos liberales tenían muy claro que las diferencias tácticas no los justificaban para trabajar para el enemigo; al control que ejercían las logias y al fuerte liderazgo de Juárez, desde luego, quien no dudó en arrostrar el riesgo de la división antes que poner en riesgo el objetivo mismo que perseguían: ganarle la guerra a los conservadores, pero no para tener el poder por el poder sino para restaurar con él a la República.

Juárez no tenía dudas. Siempre supo que él era quien mejor encarnaba –y garantizaba- el cumplimiento de ese objetivo. Y así se lo repetía a quienes demandaban su retiro. Sus detractores le llamaban por eso “dictador”. Sus panegiristas no lo bajan de “ejemplo de sacrificio”. La verdad, como siempre, no está en ninguno de los dos extremos. Lo que sí es un hecho es que Juárez no solamente dio muestras de habilidad para despersonalizar los conflictos, esto es para no tomarlos personales, sino que supo tomar decisiones para afirmar su conducción cuando la causa que defendía requería eso precisamente, conducción, y definiciones claras.

Así fue frente al paso en falso de Santos Degollado, nada menos que el jefe de su ejército, del Ejército Republicano, quien desesperado por la falta de recursos y la prolongación de la guerra, urdió un plan con el embajador inglés George B. Mathew que según él aseguraba el triunfo de la causa liberal: un acuerdo entre liberales y conservadores para fincar la reconciliación nacional y lograr la paz. El precio era la eliminación de Juárez como Presidente y la designación, por el Cuerpo diplomático, de un Presidente interino para gobernar hasta la convocatoria a un nuevo Constituyente que reformularía la Carta del 57.

Esto fue en septiembre de 1860, y Degollado le envió las bases de su plan a Juárez, aparentemente secundado por Jesús González Ortega y Manuel Doblado. “Yo, como amigo sincero y apasionado de usted –le explicaba en una carta-, me atrevo a aconsejarle la aceptación de las bases propuestas, con la seguridad de que (…) sacrificando su persona y salvando al país, se hace más y más grande a los ojos del mundo”.

Mathew tuvo la osadía de presentarse personalmente ante Juárez para pedirle la renuncia, y ante su negativa, tratando de presionarlo, todavía le escribe en los siguientes términos: “No puedo menos que censurar la posición que Vuestra Excelencia parece resuelto en sostener (muy malaconsejadamente para su patria) de no ceder nada, pero de no hacer nada tampoco para terminar esta guerra. Sólo añadiré que si Vuestra Excelencia invoca la cuestión de la legitimidad y de la Constitución de 1857 en defensa del rechazo que usted parece meditar a las ofertas de mediación, tal rechazo legitimará el empleo de la fuerza y tendrá consecuencias funestas para usted, para sus amigos y para la causa progresista. Pues a tal rechazo seguirá, si no lo anticipa, una división en su propio partido”.

Era una amenaza, pero ni así dudó Juárez, quien le respondió de este modo a Mathew: “La lucha que sostiene la nación no es por mi persona, sino por su ley fundamental… Sigo en este puesto por deber y con el noble objeto de cooperar a la conquista de la paz de mi patria. Y tengo la profunda convicción de que esa paz será estable y duradera, cuando la voluntad general expresada en la ley sea la que reforme la Constitución y ponga o quite a los gobernantes, y no una minoría audaz, como la que se rebeló en Tacubaya en 1857”.

Y a Degollado, al que primero trató de disuadir con argumentos, le escribe: “Me limito a contestarle que de ninguna manera apruebo su proyecto de pacificación, sino que en cumplimiento de mi deber emplearé todos los medios legales que estén en mis facultades para contrariarlo”. Además le pide su renuncia y no le tiembla la mano para enviarlo a un tribunal militar.

“Lo que había olvidado el demandante –dice Ralph Roeder-, era que el Presidente encarnaba una causa”. Así que lo que siguió fue la inevitable división del Partido Liberal, pero no su destrucción. 51 diputados le pidieron a Juárez que abandonara el gobierno, y 54 le dieron su apoyo incondicional. Es decir, que ganó la batalla y entonces vinieron los arrepentimientos. Doblado y González Ortega se retractaron. Los comandantes, los políticos, los amigos de Degollado como Ignacio L. Vallarta, como Melchor Ocampo y como Guillermo Prieto, todos lo condenaron. Este último le escribió: “Prescindir, en vísperas del triunfo, de la bandera que nos ha conducido hasta él; renegar de su fuerza cuando a su favor debemos el triunfo de la idea; concordar con el enemigo en la abjuración de la Constitución en el terreno revolucionario… deponer a Juárez, al bienhechor, al compañero… yo no puedo explicar esto y me abrumo porque nos has desheredado de tu gloria”. Y todavía Juárez se dio el lujo de perdonar a Degollado y readmitirlo en las filas republicanas. Y lo mismo haría con otros de sus detractores, Comonfort entre otros.

Bueno es recordar todo esto ahora que la izquierda está dividida y en riesgo de ruptura, porque el dilema hoy, como en 1860, no es entre triunfar o mantener la unidad. Lo importante es la definición para, a partir de ella, construir la unidad, la verdadera, la única viable y realmente constructiva: la que se da en torno a los principios.

Esa es otra de las lecciones de Juárez y los liberales del siglo XIX: que jamás rehuyeron a la definición y mucho menos rehuyeron sus costos.

En este caso ya hay una definición: la de AMLO y su movimiento. Por eso es fundamental hacer un nuevo esfuerzo. Ningún esfuerzo para evitar la ruptura debe escatimarse, ninguno será excesivo si se trata de evitar lo peor.

Y sigo pensando que ese es el papel del DIA, del frente político que aglutina al PRD-PT-Convergencia, empujar el gran acuerdo de unidad que concilie una estrategia exitosa con una efectiva defensa de los principios, puesto que de ese acuerdo depende -lo hemos dicho también- no solamente el que en 2012 la izquierda tenga al mejor candidato, el que realmente la encarne y garantice el cumplimiento de su programa, sino que tenga futuro, que exista y se mantenga como opción alternativa a todo lo que tenemos y hemos tenido.

Me pregunto ¿qué vale la unidad de la izquierda? Y más aún ¿qué vale su división?

Publicado en Unomasuno el 15 de marzo de 2011.

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