lunes, 6 de septiembre de 2010

MAS DE LOS AÑOS DE PRI Y LA “GUERRA SUCIA” SIN CASTIGO




Decía en anterior colaboración, hablando sobre los homenajes oficiales, en especial sobre los nombres que se inscriben en letras de oro en el Congreso, que sería bueno rescatar del olvido la petición aquella hecha hace ya 11 años y colocar en los muros del Congreso la leyenda "A los mártires de Tlatelolco de 1968". Aunque que yo creía que debía de decir mejor: “A los caídos en la defensa de la democracia de 1929 al 2000”.
Es que la guerra sucia en México no empezó en los años 60. Empezó en 1929, y desde entonces se hizo para sostener al PRI y defenderlo, no solamente de los guerrilleros o los terroristas, sino de todos los luchadores de la democracia.
Basta recordar el crimen contra los vasconcelistas en Topilejo en 1930, la matanza de almazanistas en los 40, o la larga historia represiva que vivieron los henriquistas en los 50-60, sólo por citar tres ejemplos.
Basta recordar también lo difícil que fue la existencia de la oposición en los años del reinado priísta. Que todavía en la década de los 70 era imposible pensar en formar un partido político sin el permiso del gobierno, porque ser independiente, disentir del poder, era visto como un peligro. Más que como una expresión natural de la democracia, se le consideraba un estorbo, y hasta se le llegó a calificar de antipatriótico.
Esto por no hablar del argumento con el que los priístas justificaban los fraudes electorales: “es que si dejamos en libertad a los ciudadanos -decían sin ningún rubor-, a lo mejor hacen presidente a un cura o a Cantinflas”. Y así de frescos se ostentaban como “defensores” del país contra la “amenaza” de “la derecha”, violentaban resultados y escamoteaban triunfos de la oposición.
Porque en esa guerra del gobierno contra los ciudadanos disidentes todo se valía. Desde el fraude electoral y la descalificación política, hasta la cárcel y la tortura, el espionaje, el destierro y el asesinato.
Por eso, precisamente, porque en ese tiempo no había ley que valiera, muchos de esos demócratas, agotadas las vías legales, fueron empujados al clandestinaje y orillados a tomar las armas. Y si no las tomaban, se les inventaba, para deshacerse de ellos.
Eso fue lo que pasó con el medio centenar de vasconcelistas que fueron ajusticiados en Topilejo el 14 de febrero de 1930. Los acusaron de “sediciosos” para encubrir el crimen. Y antes, el 20 de septiembre de 1929, el secretario del presidente Pascual Ortiz Rubio había matado a Germán del Campo, un joven entusiasta partidario de José Vasconcelos, sólo por pronunciar un discurso contra el gobierno.
Lázaro Cárdenas tampoco estuvo exento del uso de la fuerza contra opositores. El 7 de julio de 1940, fecha señalada para elegir a su sucesor, hubo fraude y como hubo también protestas, se dio la represión. El centro de la Ciudad de México se convirtió en un verdadero campo de batalla.
“Los balazos se escuchaban por todas partes –recordaba tiempo después el reportero Jesús M. Lozano-. Al llegar a la oficina, Bill Lander, el jefe de la United Press, me dijo: hay cientos de muertos. Vete a ver lo que pasa. Salí rumbo a la Cruz Verde. Los quirófanos y camas repletos de heridos; muchos agonizantes. En el patio, en el suelo, heridos y cadáveres. Espectáculo inenarrable e inolvidable. Sangre, mucha sangre. Quienes podían hablar, informaban: ‘Nos balacearon frente a La Nacional’. Otro: ‘A mí en Bellas Artes’; el siguiente: ‘A mí en El Caballito’, y otro más: ‘En La Villa’. Era un abanico de muerte sobre la ciudad”. Al final de aquella campaña sumaron 1,116 los almazanistas asesinados. Pero luego del 7 de julio, y aún después del retiro del candidato opositor Juan Andreu Almazán, hubo muchas otras muertes, sobre todo de aquellos que, desoyendo su llamado a no exponerse levantándose en armas, intentaron revelarse.
En el gobierno de Manuel Avila Camacho dos represiones son dignas de recordarse: contra el sindicato de materiales de guerra el 23 de septiembre de 1941 y contra decenas de ciudadanos, en la plaza de León, el 2 de enero de 1946.
La represión durante los gobiernos de Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines, entre 1946 y 1958, fue formidable. Llegaron a crear una policía política, la “Federal de Seguridad”, y hasta a inventar un delito que metieron en la Constitución, el llamado de “disolución social”, para legitimar el uso de la fuerza contra los opositores. Y con motivo de las elecciones de 1952 la persecución en contra del henriquismo fue casi obsesiva. A diario aparecía un opositor muerto en el rumbo de la carretera a Cuernavaca. Y se llegó al extremo de proscribir la militancia henriquista. El colmo fue el caso del abogado defensor de los presos henriquistas, Marco Antonio Lanz Galera. Cuando acudió a la Federal de Seguridad a amparar a algunos de ellos, en la víspera del informe presidencial de 1953, el coronel Leandro Castillo Venegas, jefe de la policía, ordenó que lo llevaran a dar un “paseo”… En ese paseo lo insultaron, lo golpearon y finalmente le dispararon dos tiros y lo dejaron desangrándose, pensando que se moriría en segundos. No fue así, alcanzó a señalar a sus asesinos. Pero estos alegaron “legítima defensa” y en los periódicos, al día siguiente, lo que se dijo fue que se trató de una “vulgar riña”.
Entre 1956 y 1958 la represión fue contra los maestros, los telegrafistas, los ferrocarrileros y los petroleros, por el único delito de creer en su calidad de ciudadanos. Y el gobierno de Adolfo López Mateos no se quedó atrás. Ahí está el testimonio de la persecución contra el navismo en San Luis Potosí, el encarcelamiento del periodista Filomeno Mata y el pintor David Alfaro Siqueiros, y el asesinato de Rubén Jaramillo, luchador agrarista de Morelos.
Luego de eso vinieron el 68 de Díaz Ordaz, el “jueves de Corpus” de 1971 de Echeverría y la “guerra sucia” contra las guerrillas que abarcó hasta los 80.
Lo peor es que hoy, la “guerra sucia” en contra de la democracia persiste, aunque se hace de otro modo. Atrincherados en sus cotos de poder, disfrazados de “analistas” y “encuestadores”, ocultos en membretes llamados “ciudadanos”, infiltrados dentro de los partidos demócratas y apoyados por los sindicatos y las instituciones corrompidas que ellos mismos crearon para avalar la simulación, los enemigos de siempre de la democracia se aplican ahora a abortar cuanta iniciativa parte de quienes quieren hacer realidad el cambio.
La consigna es, lisa y llanamente, desacreditar el cambio, impedirlo para justificar la vuelta atrás, aunque en el intento propicien la decepción por la democracia y asesinen toda esperanza.
La verdad es que en México, durante las últimas ocho décadas, vivimos un auténtico sistema de corrupción y complicidad que no ha podido ser desmantelado del todo. Y no se le ha podido desmantelar sencillamente porque está visto que no basta con que haya llegado al poder un partido distinto al PRI para que México cambie.
El problema es que el viejo aparato permanece intacto. El poder real lo siguen teniendo los mismos. Y el priísmo pervive no solamente en un partido sino en las conciencias de los políticos que toman las decisiones en este país, y a tal punto que la “guerra sucia” no solo no ha sido investigada y mucho menos castigada sino que, reeditada con otras armas y otros recursos, empieza a dar sus frutos: el PRI está a punto de recuperar la presidencia.
Confundidos entre los signos de reiterada incapacidad de un gobierno que no ha podido o no ha querido serlo, y el empecinado divisionismo que impera en ese sector que más que “izquierda” le gusta autollamarse “izquierdas” para afirmar sus diferencias, los mexicanos miramos ya con cierto desaliento el adelanto de la sucesión del 2012.
Dicen algunos que entonces tendremos que escoger entre lo peor (el PAN) y lo menos peor (el PRI). O en todo caso, esperar a que las cúpulas de los partidos de la izquierda no se dividan.
Hay que confiar en la memoria y en la madurez de los ciudadanos.

No hay comentarios: