viernes, 22 de octubre de 2010

PRESENTACION DE LOS 4 ENSAYOS SOBRE UNA SOCIEDAD EN DECADENCIA DE ARTURO GONZALEZ COSIO


Es para mí muy honroso compartir con Arturo González Cosío la presentación de estos ensayos que encierran mucho de su experiencia humana y política.

No he querido hablar de ellos desde el punto de vista del análisis sociológico, porque hay aquí más calificados para hacerlo. Prefiero pues bordar mi intervención a manera de homenaje, partir de las vivencias que con Arturo he compartido y nos han hermanado, porque eso es lo que mejor explica mi presencia aquí. Mi asociación con el autor: su activa militancia henriquista, su militancia en la oposición en el partido que quiso llevar a la presidencia al general Miguel Henríquez Guzmán allá por los 50, y mi prematura militancia en un henriquismo tardío, un henriquismo ya sin el general pero con los mismos ideales, en los 80, que me llevó a conocer y a tratar a González Cosío; a compartir muchas mañanas y muchas tardes analizando el episodio, orientándome él en su comprensión, ayudándome en la elaboración de mi último libro, desentrañando juntos el misterio de una más de nuestras tantas fallidas luchas por la democracia.
México ha sido un país adonde abundan los movimientos hechos en nombre de la democracia, muy seguramente porque casi nunca la hemos tenido. Si repasamos nuestra historia, toda ella es la sucesión de esa lucha y del enfrentamiento al parecer interminable, entre dos bandos: el de los ganadores y el de los perdedores. El de los que queremos la democracia y el de aquellos a quienes les estorba.
Dicen que una prueba del grado de madurez política de un pueblo es que, pasadas las contiendas y las elecciones, no hay ganadores y perdedores y se da vuelta a la hoja. Aquí esto ha sido imposible, es imposible, porque como el que gana no lo hace a la buena, como no hay competencia justa ni leal ni honesta, y mucho menos limpia, los perdedores no se pueden prestar a una reconciliación, y los que lo hacen es casi siempre a un altísimo costo porque los ganadores los quieren doblegados, arrepentidos, utilizables. Porque dialogar aquí, negociar y sentarse a la mesa para tener acuerdos, siempre ha equivalido a doblar las manos, a transigir y a traicionarse a sí mismo. Y cuando no es así, los perdedores simplemente son borrados del mapa político. Cuesta mucho trabajo sostenerse dignamente en la oposición.
Pues bien, esto es algo que admiro en González Cosío. Cómo sobrevivió al henriquismo, a una militancia apasionada, entregada, comprometida y a la desilusión de la derrota, el no ver a su candidato sentado en la silla presidencial. Y lo pudo hacer, pudo sobrevivir a todo eso, gracias, en buena medida, a que jamás dejó de hacer política y a que al parejo, volcó su talento y su afán en el estudio, en la academia. No para aislarse en su torre de marfil sino labrando su humanidad a partir del entendimiento de la realidad humana y del cultivo de la poesía. Raro giro de un personaje que organizaba mítines y agitaba conciencias, que planeaba motines y jamás hubiera titubeado para hacer de él mismo un héroe.
Es que pertenece González Cosío a una generación de rebeldes. Nada menos que a la generación del Medio Siglo de la UNAM, la de los años 50 del siglo pasado. Rebeldes que cada uno en su medida y desde sus muy personales intereses y proyectos, soñaron con un México muy distinto al que tenemos hoy. De ella salieron presidentes y varios presidenciables, talentos notables, estudiosos profundos y hasta, lamentablemente, un verdadero héroe. Hablamos de 1953 para ser precisos. Me refiero a Marco Antonio Lanz Galera. Apenas egresado, era el abogado de los henriquistas. Y no se daba abasto pues la represión era cosa corriente, pan de todos los días. No escogí la palabra pan casualmente. Lanz Galera, combativo, temerario, recorría las cárceles, las públicas y las clandestinas, la que estaba en Miguel Schultz y los separos de la DFS en la Plaza de la República, buscando desaparecidos y amparando a los detenidos. Era pues, a sus 24 años, un ciudadano incómodo. Una tarde, cuando iba a interponer un amparo en protección de correligionarios presos, fue secuestrado por agentes de la Federal, lo pasearon en un carro, lo balacearon y después de un rato en que lo dejaron desangrándose, pensando que su muerte era inminente, lo tiraron en la calle. La cruz roja lo recogió y alcanzó a hablar. Denunció a sus agresores, dio los nombres de cada uno… y murió. El crimen político saltó a las planas de los diarios convertido en vulgar riña de borrachos. Así se las gastaban en ese tiempo. Y desde luego los responsables jamás fueron consignados. Se impuso el silencio como consigna y nadie quería hablar para no contrariar al gobierno.
Y González Cosío, henriquista como Marco Antonio, amigo de él pero además editor de la revista de la Facultad de Derecho, se empeñó en publicar una nota luctuosa por el compañero caído cuando nadie quería que se tocara el asunto. Se empeñó, forcejeó y reclamó. Y finalmente salió casi a fuerza el texto.
Eran tiempos en los que decir algo contrario a la “verdad” oficial, ser opositor del gobierno se pagaba con la vida. A los disidentes se les tachaba de “traidores”, de “peligrosos”, y se les encarcelaba o se les desaparecía mediante el clásico “carreterazo”: los secuestraban, los paseaban en un carro, los mataban a balazos y terminaban arrojándolos como fardos en la carretera.
¿Cuántas veces tuviste tú también, Arturo, que eludir a los agentes, cuantas veces estuviste a punto de ser aprehendido o en riesgo de morir? Porque eras líder y eras organizador de masas.
Lo más doloroso del henriquismo, de cualquiera de los movimientos democráticos de nuestro país, es lo que le pasa con esos jóvenes líderes; con los ciudadanos anónimos, con los que siguen al candidato, desde los que están en el primer círculo hasta aquellos que se pierden en las filas de los cientos, miles de seguidores.
Todo movimiento popular pasa por un momento estelar. Es casi mágica la manera cómo, cuando surge el gran hombre, van congregándose en torno suyo muchos hombres y mujeres dispuestos a todo por él. Es en estos momentos que afloran los sentimientos más limpios, las esperanzas. Y sin embargo, cuando sobreviene el momento de prueba, cuando se pasa por la experiencia de la derrota, todo eso se convierte en desesperanza y frustración, y es aquí donde la mayoría naufraga. Por decepción, por amargura o porque los vence la realidad, que es como los pragmáticos le llaman a la sobrevivencia a costa de los ideales.
A mí siempre me ha inquietado, cuando he estudiado el fenómeno de los movimientos democráticos de nuestro país, lo que ocurre en torno al gran hombre, la generación que lo rodea; esa que se queda huérfana en su apuesta, en su compromiso, y con frecuencia se pierde en el mar de pasiones, oportunismos y deslealtades.
En un país adonde no se hace lo que se quiere, mucho menos lo que se debe, la verdad es que sólo sobreviven los más consistentes, los tenaces; pero sobre todo los que no se dejan comprar y mediatizar. Nada hay peor que los rebeldes “que maduraron”, los opositores “responsables”, esos siempre dispuestos a negociar en favor del poderoso en turno, muy útiles para desalentar nuevas rebeldías y obstaculizar a la verdadera oposición.
Arturo no fue, para fortuna nuestra, uno más de los muchos caídos del henriquismo. Tampoco de los que callaron o se retiraron decepcionados. Arturo fue, sin renegar de sus ideas, de los pocos que siguieron participando en la vida pública.
Para aquellos que dicen que la política sólo es para los abyectos y los vendidos; para aquellos que afirman que sólo se puede ganar concediendo y cediendo, transigiendo con el poderoso, Arturo es la prueba más palpable de lo contrario.
Siendo verdad, como lo es, que nuestro tipo de régimen suele premiar el silencio y la compraventa de los principios, la falta de dignidad y el oportunismo, eso no explica sino el por qué no han llegado al poder los mejores, ni los más aptos, ni los más preparados ni los más honrados. Pero afortunadamente no es eso lo único que hemos tenido.
Por fuerza de su experiencia, de sus vivencias, el retrato de nuestra realidad que hace González Cosío es crudo ciertamente. A veces pudiera parecernos hasta cruel. Y sin embargo no es ni de lejos una invitación al pesimismo. Un hombre como Arturo, que confía y que cree en el hombre y en sus posibilidades, no puede ser un vocero de la desesperanza. Antes bien, lo que él nos viene a plantear en este compendio de ensayos es el tamaño del reto que tenemos, en nuestra dimensión nacional, sí; pero también en nuestra dimensión humana más amplia, en lo que respecta al mundo que tenemos.
He querido hacer una evocación del pasado como pretexto para entender esta obra de Arturo, porque soy un firme creyente en la necesidad del conocimiento de nuestra historia. Pero soy consciente de que no basta con eso. Es menester que al tiempo que entendemos la historia se dé paso también a nuevas prácticas y se construyan nuevos paradigmas y códigos de conducta para que no sólo tengamos estatuas de héroes sino muchos más émulos de esos héroes caminando en las calles, en la lucha diaria, en la vida pública, haciendo su parte en la construcción de otras, mejores realidades.
Y la política tiene que volver a ser eso que nunca debió dejar de ser: la habilidad de hacer posible lo que parece imposible. ¿Por qué conformarnos con una definición menor? Esa es pues la gran tarea de la presente generación.
Si la abyección, la intriga y el maquiavelismo mal entendido nunca han sido el camino, mucho menos lo puede ser hoy.
Lo que trato de decir es que los manipuladores de la realidad, los obsesionados con el poder, los especuladores que quisieran enterrar los ideales, los grandes farsantes que en nombre del realismo cancelan toda esperanza, esos no pueden ser ya los paradigmas de la política mexicana.
Hay un poema de Kipling que los henriquistas tenían como su “credo”. El “If“ cuya mejor traducción, para mi gusto, es de Efrén Rebolledo. Encaja muy bien en la vida y la obra de González Cosío. No lo voy a leer todo porque es muy largo y además muy conocido. Sólo la parte que, creo, lo describe mejor:

Si sueñas, pero el sueño no se vuelve tu rey;
si piensas, y el pensar no amengua tus ardores;
si el triunfo y el desastre no te imponen su ley
y los tratas lo mismo como a dos impostores;
si puedes soportar que tu frase sincera
sea trampa de necios en boca de malvados,
y mirar hecha trizas tu adorada quimera,
y tornas a forjarla con útiles mellados.


Si entre la turba das a la virtud abrigo;
si marchando con reyes del orgullo has triunfado;
si no puede herirte ni amigo ni enemigo;
si eres bueno con todos, pero no demasiado,
y si puedes llenar los preciosos minutos
con sesenta segundos de combate bravío,
tuya es la tierra y todos sus codiciados frutos,
y lo que más importa, serás Hombre, hijo mío.

Sí, porque primero que político se debe ser hombre. Lo que es más no se puede ser político sin antes ser hombre. Es decir ser humano; hombre o mujer, ya que no hablo en el sentido genérico. Esa es la gran lección de vida que nos deja Arturo. Y que sin esa humanidad, la política no pasa de ser mera expresión de un afán de dominio territorial que no se diferencia en nada del que los animales tienen.
Un atributo del ser humano es que puede soñar y tiene la capacidad de convertir sus sueños en realidad. No importan los límites ni las limitaciones, tampoco las restricciones ni las amenazas a la creatividad que los mediocres de siempre le impongan.
No tenemos por qué tolerar amanecer todos los días con la noticia de más cabezas cortadas, de más familias ametralladas y conformarnos con la imagen de un ejército patrullando como si de verdad estuviéramos en guerra. No tenemos porqué tolerar el cinismo de una realidad intolerable, ese es el clamor de González Cosío. Contamos con las armas para cambiar las cosas. No necesitamos armas de hierro y pólvora. Las armas del pensamiento, las armas de la inteligencia, de la palabra, son mil veces más poderosas cuando son usadas por manos honestas. La realidad está ahí para que la cambiemos, no para someternos a ella como si fuera un sino fatal o inamovible. Ni siquiera para adecuarnos a ella. El hombre es hombre por su capacidad de salir del lodo y llegar hasta las estrellas, por pasar de ser un simple renacuajo a desarrollar la mente autoconsciente. El ejemplo de cruda realidad que nos da Arturo en cada ensayo es, a la vez, un llamado a que reaccionemos, una especie de bofetón reanimante para cambiar esa crudeza en algo que sea digno de vivir. Y conste que él lo aprendió atravesando la vida en medio de realidades muy crudas, y depurando su pensamiento esquivando las flaquezas y las miserias, pero sobre todo las grandes tentaciones que rodean al poder.
Eso fue lo que lo salvó y lo salva de los vaivenes de la política. Vale la pena intentarlo. Por eso estos ensayos son una invitación, más que eso, son una incitación.


Intervención de Francisco Estrada en el
Club de Periodistas de México, 12 de Octubre de 2010.

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