Se ha venido construyendo
un paradigma, como hacía años no se
veía, en torno al movimiento llamado de “Los Indignados”, multitudes de
personas que han salido a las plazas de varios países del mundo para enarbolar
la bandera “anti-sistema y expresarse contra la ineficacia de los gobiernos y
la falta de respuestas de los políticos.
El detonante fue, al
parecer, los movimientos musulmanes, pero han habido expresiones lo mismo en
España que en Grecia e Israel, incluso en los Estados Unidos, y ahora más recientemente
en Rusia.
Esperanza y renacer
revolucionario para algunos, una expresión más de la manipulación de las élites
globales con tal de que nada cambie para otros, no es casual que la revista
TIME haya designado al “manifestante” como su “personaje el año”. La paradoja
es que prácticamente todo el mundo habla del “poder popular” cuando menos poder
popular se tiene.
Desde finales de los 60, más
específicamente desde 1968 cuando se dio la revuelta estudiantil, no se producía
un fenómeno que despertara tantas expectativas y tanto entusiasmo. Ni siquiera
la ola transformadora precipitada por la Perestroika de Gorbachov y la caída del Muro del
Berlín.
El problema es que una cosa
es la manifestación pública de las ideas y otra que esas manifestaciones estén
incidiendo, o puedan incidir realmente, en cambios a favor de quienes se dice
que se hacen, de la gente.
Esto viene al caso por el
formidable despertar de los jóvenes mexicanos durante las pasadas campañas, la
irrupción en el escenario del Movimiento #YoSoy132 que tantas expectativas ha
levantado.
De un tiempo acá se hablaba
con temor –o esperanza- de la posibilidad de sufrir el “contagio revolucionario”. Unos nos lo vendían
como una panacea. Otros como una amenaza. La verdad es que se ha hecho un
paradigma de un mito. Para no ir más lejos, en España “los indignados” fueron
más factor que favoreció el regreso del conservador partido popular que de
impulso de la corriente progresista. Y en Egipto, después de ellos, impera el
radicalismo, apoyado por el poder militar, y tantas movilizaciones no han traído
ningún cambio de fondo en el orden social. Ya
no se diga en Libia, agravado el hecho por la descarada intervención de las
potencias económicas.
En Yemen, otro ejemplo, el
“éxito” se redujo a generar un gobierno de “reconciliación” nacional, en
realidad un pacto de impunidad entre los opositores triunfantes y los
gobernantes derrotados que tiene indignado a más de un indignado. En Irán el
régimen fundamentalista logró controlar los efectos de las movilizaciones, y lo
mismo lograron las seis monarquías del golfo Pérsico. Por otro lado, no deja de
ser sintomático que en América Latina las protestas se estén materializando a
través de protestas estudiantiles, y todavía más sugerente es el hecho de que
la más resonante movilización, la que se dio en Chile, está poniendo en
evidencia las limitaciones del modelo presentado como el “más exitoso” de la
región en los últimos años, el saldo oculto de la alianza derecha-izquierda que
tanto emociona a algunos políticos mexicanos: la falta de ascenso social, pasar
de la clase baja a la media y de ella a la alta es casi imposible allá y el defectuoso
sistema educativo es la clave de este fenómeno, algo que los gobiernos de la Concertación, incluso
con dos presidentes socialistas, no supieron o no pudieron resolver.
En fin, que como se ve,
hasta ahora no han sido tan eficaces los “manifestantes”. Y es en que para que
las movilizaciones impliquen cambios verdaderos se tiene que producir un desplazamiento
tal del poder que quienes tomen las decisiones sean los ciudadanos. Y esto no
ha pasado en ninguno de los casos citados. Al menos hasta hoy.
Lo que pasa es que la
conquista de la soberanía popular –causa de tantas y tantas revoluciones
sangrientas en el pasado- no es flor de un día; tan simple como que nadie otorga
poder al pueblo sino el propio pueblo y, algo más importante, que el triunfo de
las movilizaciones no debe traducirse en desmovilización social. Porque los
únicos beneficiados con lo que ha estado pasando han sido, paradójicamente, los
políticos, y de entre ellos los más conservadores. Díganlo si no los
“indignados” de España, uno de cuyos saldos, repito, ha sido la vuelta al
poder… de la derecha .
Ya he dicho antes que no soy
de los que piensan que la experiencia vivida por los movilizados de la plaza
Tahrir a la Plaza
del Sol pueda ser trasplantada automáticamente a otros países o que estemos
ante una especie de “epidemia” democratizadora, porque cada país tiene su
realidad y sus tiempos. Lo que sí creo es que lo que algunos han dado en llamar
desde los 80 “la sociedad civil” es algo más que un mero recurso retórico
siempre y cuando la gente, el individuo, decida salir por sí mismo de su
limitado espacio de individualidad y sumarse a otros en pos de un mismo
objetivo o un ideal común.
Es que se está tratando de
presentar todo esto como algo novedoso, cuando en realidad es lo mismo de
siempre. Ahora son los celulares, ayer eran los panfletos y la consigna pasada
de voz en voz. En resumidas cuentas, conciencia cívica. Ese ha sido el motor
que ha animado los grandes cambios. Y la clave, ayer como hoy, es la unión de
la gente, el ánimo solidario, la voluntad compartida de cambio. Pues así como hoy
se censura la Internet,
ayer se cerraban las imprentas. Expresiones autoritarias a cual más de inútiles
cuando la gente, los ciudadanos, deciden rebelarse.
La rebeldía, decía Albert
Camus, se concreta en el instante en que un hombre o un pueblo gritan: ¡Ya
basta! Por eso es válida la reflexión sobre la llamada “insurgencia ciudadana” que
presenciamos este año en varios países y sobre las posibilidades de “contagio”
global que algunos proclaman. Sobre todo es interesante analizar la influencia
que los medios y las redes sociales tuvieron realmente y tienen en todos estos
eventos para evitar confusiones, pues no se puede descartar tampoco, como
reclaman los más escépticos, un cierto grado de manipulación interesada u
“orientación” premeditada que compromete sus alcances. En todo caso, ni en
Madrid ni en El Cairo “Facebook” hizo la revolución, la tiene que hacer la gente.
Es cierto que muchas manifestaciones se convocaron a través de esta red social,
pero la revolución es cosa de los ciudadanos, y no se reduce, por cierto, a
salir a la calle. Es decir, que si bien el factor central que hizo posible las
manifestaciones en casi todos los casos citados fue la comunicación, su éxito
final estriba en la concientización y, sobre todo, en la organización de la
población.
En fin, que una lección válida
de lo sucedido, de Egipto a Moscú y de Yemen a España, es algo que ya sabíamos:
que si se quieren cambios, estos solamente pueden ser generados desde la propia
sociedad y por la sociedad.
Lo que trato de decir es que
el éxito de las movilizaciones no se mide por ellas mismas sino por las
reacciones y consecuencias que provocan, por lo que el objetivo no puede ser
derribar a la marioneta en lugar de al titiritero. Porque lo peor que puede
pasar es que las movilizaciones se vuelvan funcionales al sistema, al poder
establecido, y lejos de provocar cambios hacia delante ayuden a afirmar el
inmovilismo o de plano empujen, pero hacia atrás.
Conste que no quiere decir
esto que no existan expresiones ciudadanas legítimas, pero la infiltración
interesada de los movimientos populares siempre ha sido un hecho, sobre todo en
México, adonde “Solidaridad” se llamó al mayor programa de cooptación social y
compra de votos de la historia priísta y “órganos autónomos” u “organizaciones
ciudadanas” a entes controlados por los partidos, cuando no por el gobierno. Algo
que los del #YoSoy132 tienen que
valorar de cara a la coyuntura del reclamo post-electoral.
No nos equivoquemos, la participación
ciudadana sólo será una realidad cuando seamos capaces de hacer de ella una
constante cotidiana y no la flor de un día. Esto es, que no basta votar si no
estamos dispuestos, los ciudadanos, en erigirnos en los mandantes de quienes
gobiernan.
Ahí tenemos Las lecciones del
68. ¡Tantas expectativas y tantas esperanzas!
Lo que pasa es que cuando
uno lee a quienes fueron sus “líderes” -porque resulta que se han convertido en
“analistas”- o constata sus trayectorias, no puede menos que concluir que con
tamaños líderes –salvo honrosas pero limitadas excepciones- no podía ser otro
el desenlace del movimiento estudiantil. Cooptados antes o después del
movimiento.
Ojalá no sea ese el caso de
esta nueva “ola” juvenil insurgente que tantas esperanzas ha despertado. Y que
tanto tiene por hacer.
Publicado en Unomasuno el 10 de julio de 2012.