jueves, 19 de julio de 2012

DE ITURBIDE A VICTORIA: LA JETTATURA DE LAS ELECCIONES



Decíamos la semana anterior que las primeras elecciones en nuestro país, cuando todavía era Nueva España, fueron fraudulentas o por lo menos sospechosas de serlo. Virginia Guedea, en un interesante estudio publicado hace años refiere cómo en las primeras elecciones “populares” que se llevaron a cabo en la capital del virreynato, entre 1812 y 1813, ni siquiera se contó con un padrón electoral pero además que ahí comenzó la costumbre de que muchos de los votantes presentaran por escrito los nombres de sus candidatos, y que una gran cantidad de esas papeletas fueron de un mismo tamaño y letra, por lo que se infiere que hubo fraude, si bien fueron los resultados los que pusieron de manifiesto la manipulación de los mismos, por los que las autoridades decidieron la suspensión temporal del proceso.
Y en el tránsito a la independencia no sólo fueron fraudulentas sino descaradamente autoritarias. Agustín de Iturbide se erigió en elector único del primer gobierno independiente, la Junta Provisional Gubernativa, y en las siguientes elecciones, las que fueron para elegir al Congreso Constituyente de 1822 que sustituiría a la Junta, volvieron a repetirse las anomalías. Unos diputados fueron electos de acuerdo a la Constitución española, otros de acuerdo a la convocatoria de la Junta Provisional y otros por mero nombramiento, de Iturbide desde luego.
Empero, conforme el tiempo transcurría se fortalecía la idea de la República y en cambio la idea de la monarquía perdía rápidamente adeptos. Se formó el partido republicano, entre otros integrado por Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero. Iturbide empezó a perder poder; y para hacerse popular llegó hasta a decir que se iba a la vida privada antes que aceptar ser emperador. Por supuesto era puro discurso, pues paralelamente a esto alentó la formación del partido iturbidista con Antonio López de Santa Anna y Anastasio Bustamante, entre otros, y apoyado por el clero, el ejército y la alta burocracia armó su proclamación por un regimiento que estaba cantonado en San Hipólito encabezado por un sargento adicto, el tristemente célebre Pío Marcha.
Fue el 18 de mayo de 1822. Las tropas azuzadas por sus superiores se lanzaron a la calle gritando ¡Viva Agustín I! Parecía una espontánea aclamación popular y los políticos se espantaron. El Congreso votó casi de inmediato a favor de hacerlo emperador. Nada menos que Valentín Gómez Farías fue el que presentó la moción.
El hecho es que Iturbide gobernó para las clases aristócratas, para sostener el viejo orden virreynal. Lo hizo en nombre de “la unidad nacional” y sólo gestó la división nacional. Era un autócrata cínico, pragmático sin ideales ni color. Eliminó la libertad de prensa, metió a la cárcel a los diputados rebeldes y acabó disolviendo el Congreso pero finalmente perdió el control y cayó, en 1823. Entonces el Congreso se reinstaló y eligió a un poder ejecutivo compuesto por Bravo, Victoria y Celestino Negrete, aunque quienes gobernaron por estar ausentes estos fueron Mariano Michelena, Miguel Domínguez y Guerrero. Fue el arribo, al fin, de los insurgentes y los partidarios de la independencia como la concibieron Miguel Hidalgo y José María Morelos. ¡Dos años nos llevó empezar a conjurar los efectos de la “gran coalición” diseñada en La Profesa!
Promulgada la Constitución republicana, vino la elección de nuestro primer presidente. Había tres candidatos: Victoria, Guerrero y Bravo. En ese tiempo, existía la vicepresidencia; el que tuviese más votos era presidente y el siguiente en preferencias vicepresidente. Ganó Victoria, y el vicepresidente fue Bravo, masón escocés. Victoria era yorkino, y federalista. Bravo centralista. Un ejemplo claro de lo que hoy llaman “cohabitación política” o gobierno de coalición, el ideal de la señora Vázquez Mota y aquellos que quieren que nada cambie.
Para sentirse “seguro” Victoria optó por un gobierno de "conciliación", para conformar a todos los partidos, por lo cual integró su primer gabinete con miembros prominentes de las diferentes facciones. Un error –“bobería” le llamó Carlos María Bustamante- que lo dejó prácticamente paralizado; así que apenas si logró sobrevivir a su término legal, existiendo en condiciones sumamente difíciles, en medio del bloqueo de unos contra otros, desbordado por múltiples revueltas y asonadas, que además culminaron en dos elecciones fraudulentas consecutivas, la del 1826 y la presidencial de 1828.
El programa de los Yorkinos era el federalismo, la república, la educación pública gratuita y el reparto de tierras. Así como la amistad con los Estados Unidos. Esto en contra de los Escoceses que defendían el centralismo, la monarquía, la preponderancia política del clero y el acercamiento con Europa.  Y se debe a esa lucha entre masones la siguiente elección fraudulenta de nuestra historia, la de 1826, que fue para elegir los congresos estatales que dos años después iban a tener la facultad de elegir a su vez a nuestro segundo presidente. Según Michael P. Costeloe esas elecciones fueron en muchos aspectos “artificiosas” y pusieron de manifiesto “una agudeza política y una habilidad tal vez inesperadas”.
Se refiere Costeloe a que esas elecciones inauguraron una serie de prácticas que luego serían muy comunes pero no por ello menos condenables. Como tanto a los yorkinos como a los escoceses les interesaba asegurarse el poder, no repararon en recursos. Cada logia adoptó su estrategia para atraer votantes. Los yorkinos aprovecharon el descontento general con los españoles para acusar a los escoceses de querer volver a poner al país al servicio de la corona española y los escoceses por su parte, que no se atrevían a atacar a los yorkinos por sus ideas, muy populares, de democracia y federalismo, emprendieron contra ellos una guerra sucia que alcanzó hasta la vida privada de los candidatos. Al final no hubo debate de ideas sino una competencia de insultos y ataques personales. Por si fuera poco, unos y otros enviaron delegados por todo el país generosamente provistos de fondos para coaccionar y comprar electores y unos y otros también mandaron imprimir boletas con el nombre de sus candidatos y daban dinero a cambio de que los ciudadanos las usaran para votar. Como los yorkinos controlaban el gobierno, los empleados gubernamentales fueron amenazados con el despido si no votaban por sus candidatos. Además, el día de las elecciones apostaron a sus secuaces cerca de los lugares de votación y compraban las listas de los escoceses, y a los que se negaban los echaban con insultos de las mesas de votación. Carlos María Bustamante decía que fue tal el mercadeo de votos que varios votantes llegaron a celebrar subastas en las calles para vender su voto al mejor postor y que, ya en el extremo, hombres armados andaban recogiendo las listas de los votantes.
No por nada Francisco de Paula y Arrangoiz describió así nuestras primeras elecciones: “En México, donde no hay opinión formada en el pueblo; donde las elecciones primarias se hacen al arbitrio de los comisionados para formar los padrones, y las de segundo y tercer grado son el resultado de las intrigas que se ponen en ejercicio con los electores primarios y secundarios, el sistema representativo es una verdadera farsa, muy costosa para el país algunas veces. Así es que cada partido tiene a mano sus diputados y senadores: como en el teatro sucede, se sabe con anticipación quiénes son los actores, cuáles los primeros galanes, los graciosos y los bufones, que de todo hay en los Congresos”.
Lo más lamentable es que, como está a la vista, muchas de esas prácticas se mantienen mejoradas y sofisticadas, gracias a la tecnología, hasta nuestros días.
El hecho es que México ha transitado buena parte de su historia, si no es que toda, batallando contra esa jettatura.

Publicado en Unomasuno el 17 de abril de 2012.

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