jueves, 19 de julio de 2012

LAS ELECCIONES DE LOS LIBERALES

Ignacio Comonfort, el moderado por excelencia


La llegada al poder de los liberales modificó las reglas del juego político impuestas por Antonio López de Santa Anna. Para empezar, puso término a  los gobiernos de coalición, al contubernio entre liberales moderados y conservadores e inauguro una etapa de acercamiento con el pueblo que sin embargo, por las condiciones políticas prevalecientes, fue muy lento y paulatino.
Derrocado Santa Anna y triunfante el Plan de Ayutla, hubo una reunión de los redactores del Plan en Cuernavaca y 20 personajes eligieron a don Juan Alvarez presidente interino. Presidían el grupo de electores Valentín Gómez Farías y Melchor Ocampo, Alvarez ganó por 13 votos contra 7 que recayeron repartidos en favor de Ocampo, Ignacio Comonfort y Santiago Vidaurri.
Hay que decir que el viejo jefe sureño, que había sido insurgente, exclamó en cuento se le comunicó el nombramiento: "Fue una puñalada de lépero". "Cuánto siento esto, pero poco estaré en el poder" dijo para luego agregar: “Hay un ambicioso a quien hacerle lugar y es preciso darle gusto” Se refería Alvarez a Comonfort el artífice de los arreglos que apuraron el triunfo sobre Santa Anna. Y lo cumplió. Duró escasos dos meses, del 4 de octubre al 11 de diciembre de 1855. Y siempre tuvo plena consciencia del reto al que se enfrentaba.
Comonfort pretendía gobernar exactamente como Santa Anna, él decía que era preciso un acuerdo entre liberales y conservadores, y a ello dedicó buena parte sus energías.
Los conservadores veían con reserva a Alvarez, por considerarlo heredero de Vicente Guerrero y un elemento del partido “popular”. Conocían su trayectoria de hombre progresista, y por tanto lo consideraban un peligro, así que aquí en la capital numerosas patrullas recorrieron las calles impidiendo los festejos de su ascenso y se quitaron los badajos de las campanas de Catedral para evitar que repicaran en su honor.
Igual que a Guerrero, lo despreciaban; por su carácter rudo y su forma de vestir como ranchero fue motivo de mucha burla, y como tenía ascendencia africana le decían despectivamente "El negro".
Según Comonfort, Alvarez había sido elegido sólo como muestra de gratitud por su papel en la Independencia y en el entendimiento de que por su vejez y sus enfermedades, “y aún sus sencillos hábitos”, acabaría por irse pero además, mientras se iba, lo iba a dejar gobernar a él. Quizá por eso lo convenció de formar un gabinete de coalición con los conservadores, “mixto” se le llamó entonces, sumando “la cooperación del antiguo Ejército y aún de las mismas clases enemigas de toda innovación, estableciendo poco a poco y de una manera pacífica las más indispensables reformas, sin herir de frente arrugados intereses con los que era inevitable chocar tarde o temprano”. Sólo que se les opuso francamente Ocampo y el gobierno se empezó a debilitar.
Cuando Ocampo le reclama por qué no hace una “revolución a lo Quinet”, Comonfort le contesta que su política es otra, la de las transacciones. Entonces aquél presenta su renuncia de modo irrevocable denunciando que lo hacía por estar en desacuerdo con el “verdadero camino que sigue la presente revolución, el camino de las transacciones”. “Hemos discutido nuestros medios de acción y yo he reconocido –concluye- que son irreconciliables, aunque el fin que nos proponemos sea el mismo”.
Tampoco era tan radical Ocampo. Al hablar de una revolución “a lo Quinet” se refería a la revolución francesa del 22 de febrero de 1848 –en la que participó Quinet- cuando, presionado por la burguesía que quería posiciones políticas el rey Luis Felipe tuvo que abdicar y se proclamó la Segunda República a base de demócratas y socialistas. Un gobierno que hoy se calificaría de centro-izquierda.
La verdad es que la política de transacción aplazó muchas de las medidas que las clases populares esperaban. No llegaron los cambios verdaderos, y los pocos que hubo le fueron sacados casi a hurtadillas a Comonfort, y además fueron incompletos: la abolición del fuero militar y eclesiástico, por ejemplo, mediante la llamada "Ley Juárez", se hizo a medias, pues si bien lo suprimió en el ramo civil, lo dejó susbsistente en materia criminal.
Desesperados porque veían que el período de Alvarez se prolongaba y no renunciaba, Comonfort y los suyos empezaron a conspirar y a organizar revueltas en diferentes lugares. La primera fue la de Guanajuato, encabezada por un moderado, Manuel Doblado; pero también hubo movimientos en Puebla, Culiacán y Querétaro y hasta un intento de motín en los barrios capitalinos para proclamar a Comonfort “jefe de la revolución”. Y todos, claro, de común acuerdo con éste.
Nada a gusto con la vida en la Ciudad de México, por completo ajeno a las costumbres urbanas; pero además, asqueado del poder y de las intrigas de los políticos, Alvarez finalmente cede a las presiones. Distanciado más y más de Comonfort; menospreciado ferozmente por la prensa; sin el ánimo necesario para superar la situación e incapaz de entender la política de salón, optó por declinar la presidencia y dejar el camino libre a quien realmente gobernaba, a Comonfort, aunque sabía bien que esto significaba para el Partido Liberal el fracaso de la revolución.
“Estas acciones de Comonfort -le dijo a Pérez y Hernández refiriéndose a sus conspiraciones-, son las que me empiezan a molestar. Vamos a nuestras montañas a vivir tranquilamente y evitar el derramamiento de más sangre; pero Comonfort será medido con la vara que mide”.
Y sin embargo, no sólo le entregó el poder pidiendo licencia temporal nombrándolo él mismo mediante decreto –un solo elector- presidente sustituto, sino que, ante las dudas que creaba su decisión y las resistencias por parte de los liberales “puros” que temían que devolviera el poder al partido reaccionario, emitió un manifiesto defendiendo a Comonfort de las acusaciones el 10 de diciembre de 1855: “No teman los verdaderos amigos de la libertad, que mi sucesor busque un apoyo en un partido ya vencido por la revolución..., demasiado bien sabemos el general Comonfort y yo, que si ese partido volviera a triunfar en la república, nosotros seríamos las primeras víctimas sacrificadas. No teman tampoco los amigos de la libertad que mi digno sucesor en el gobierno de la República, olvide por un momento el programa de la revolución que consiste realizar en el país mejoras importantes, reformas radicales… Esas reformas se harán con justicia, con prudencia y premeditación”.
La verdad es que otra vez se hicieron a medias; y entonces Alvarez optó por renunciar definitivamente a la presidencia, francamente en desacuerdo con el rumbo que tomaba Comonfort, quien en junio de 1856 expide la “Ley Iglesias” –llamada así porque fue suscrita por José María Iglesias-, que prohíbe la coacción civil en el cobro de servicios religiosos y la “Ley Lerdo” –porque fue impulsada por Miguel Lerdo de Tejada- que disponía la venta de todas las propiedades de las corporaciones civiles y eclesiásticas, desde los conventos, haciendas y terrenos hasta las comunidades indígenas.
El hecho es que, nada más las promulga, empieza a conspirar contra ellas. Y en protesta, Alvarez manda su renuncia al Congreso, ahora sí definitiva. Se justifica diciendo que quería ocuparse de “tomar el arado”, pero las razones verdaderas se las explicó a su amigo Joaquín Moreno: consideraba que mientras llevara el título de presidente era responsable de la política seguida por el gobierno, y como Comonfort trabajaba para “sus propios fines” sin siquiera consultarle, “cuando los principios del Plan de Ayutla son comprometidos y los fines están siendo sacrificados por los medios, ¿qué más puedo hacer entonces?”.
Convencido de que pretender regresar a su cargo equivalía a provocar una guerra fratricida que en nada beneficiaria a la nación, mejor cedió la plaza.

Publicado en Unomasuno el 8 de mayo de 2012.

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