lunes, 6 de septiembre de 2010

FESTEJOS CENTENARIOS Y BICENTENARIOS: ¿PARA QUÉ?


Desde hace algunos meses se anunció un extenso y basto programa “oficial” de eventos en torno a dos fechas significativas que se conmemoran este año: el centenario del inicio de la Revolución Mexicana y el bicentenario del inicio de nuestra guerra de Independencia. El costo de tales eventos rebasa los mil 500 millones de pesos e involucra, además, a cotizadísimos escenógrafos y coreógrafos extranjeros. Y sin embargo, amén de que el gobierno se ha negado a transparentar el uso de esos recursos, han pasado ya casi 6 meses del presente año y a nadie se le ha ocurrido responder una pregunta fundamental: está bien que recordemos a los hombres y a las gestas que nos dieron patria -mas de 2 mil 300 actividades según lo programado- pero, ¿para qué tanto homenaje?
¿Para saber que Madero no se llamaba Indalecio sino Ignacio y que Villa no era Villa sino Doroteo Arango? ¿Para conocer la media filiación de nuestros héroes, sus gustos y sus correrías, sus romances, sus excesos y hasta sus enfermedades como propone Enrique Krauze? ¿Para “desmitificarlos” y poner en un mismo pedestal a Lucas Alamán y a Melchor Ocampo como piden quienes quisieran hacer de nuestra historia un buen libreto para telenovela y enarbolan la “conciliación” porque no tienen el valor de proponer el olvido? ¿Para que nadie recuerde lo que oficialmente no conviene, las desviaciones, los crímenes, las traiciones, la corrupción que nos tienen donde estamos? ¿O bien, para confrontar aquellas gestas con nuestro presente, hacer el balance justo y concienzudo del pasado y cuestionarnos, con sentido crítico y desinhibidos de toda tentación oportunista y partidista, para qué sirvió la Independencia y para qué la Revolución?
Por supuesto que en un escenario como el que vivimos, adonde el “inevitable” regreso del PRI entusiasma a algunos y resigna a los más, recordar los saldos de la Revolución sería no sólo imprudente sino peligroso. Pero me pregunto si de verdad sería tan inevitable el regreso del PRI si los ciudadanos tuviéramos presente nuestra historia, si recordáramos lo que pasó en los últimos 80 años y estuvieran bien identificadas las responsabilidades de cada quien. Porque no es nuevo eso de utilizar la historia para que olvidemos la historia y, sobre todo, para pretender acallar las conciencias. No por nada resulta ahora más llamativo pasear los restos de nuestros próceres que ubicar a cada uno en el sitio que le corresponde. Igual que hizo Porfirio Díaz en cuanto llegó al poder, luego de enterrar el legado liberal a la vez que levantaba los primeros monumentos a Benito Juárez. O cuando organizó los festejos del Centenario al tiempo que consolidaba una política económica entreguista y contraria a los intereses nacionales.
Lo curioso es que este “desfile necrófìlo” como lo ha llamado Enrique Florescano, coincide con el descubrimiento en Taxco de Alarcón, de una fosa mortuoria que data de los años 50, de cuando los jaramillistas andaban a salto de mata perseguidos por el gobierno. Y nadie dice nada de esas osamentas. Ni les interesa identificarlas, y menos señalar culpables.
Es que hay muchas otras preguntas que hacernos y muchísimas más respuestas que necesitamos encontrar. A mí no me importa si Hidalgo tuvo 3 amantes y 20 hijos. Mucho menos si a Obregón le gustaba el cabrito y prefería la moronga. Lo que a mí me interesa, y nos debiera interesar a todos, es dilucidar qué pasó con los planes independentistas de este país, por ejemplo. El por qué Hidalgo y Allende jamás se pusieron de acuerdo en la conducción de la guerra de independencia, y por qué se retrasó tantos años el triunfo, y cuánta responsabilidad pudo tener en ello Morelos, quien acabó elaborando un detallado plan de contrainsurgencia a cambio de su absolución como católico y morir “como dios manda”. ¿Más que hacer el recuento de las debilidades humanas de los caudillos no sería en verdad aleccionador adentrarnos en la conspiración clerical-conservadora que con tal de impedir la aplicación aquí de la Constitución de Cádiz -lo que hubiera significado adelantar la Reforma al menos 30 años- impulsó a un oscuro militar, a Iturbide, y lo elevó al sitial de primer emperador de los mexicanos a cambio de “traicionar” a los suyos?
Y por lo que se refiere a la Revolución, lo mismo. ¿Más que entretenernos con las anécdotas de Madero y Villa, de Zapata y Carranza no sería realmente muy útil saber qué hicieron los gobernantes post-revolucionarios con su legado y cuándo empezaron las desviaciones que volvieron nuestra Constitución letra muerta? ¿Por qué sigue considerándose “incorrecto” levantar un tribunal, ya no digo judicial, por lo menos de conciencia, que nos haga el balance de los últimos 80 años? Por no hacerlo así y por ocultar lo “inconveniente”, nuestra historia es hoy la colección de hechos en blanco y negro, de héroes inmaculados y monstruos infrahumanos. Pero más grave que eso, tal es la razón de que no tengamos sociedad, de que la ciudadanía mexicana no pueda alcanzar la mayoría de edad y los políticos sigan engañándonos con la mercadotecnia y la propaganda.
¿Por qué no hablar de las desviaciones y las traiciones, de cuando “la revolución” era sólo un discurso porque su programa apenas si se cumplió? ¿Por qué no recordar que hasta hace poco nuestras Cámaras sólo aprobaban las leyes que mandaba el presidente, y que nada se publicaba en los periódicos sin la aprobación de Gobernación? ¿Y por qué relegar al olvido los intentos de oposición que enfrentó el PRI y que se toparon invariablemente con la represión?
Si revisamos las páginas de nuestra historia, pero no la oficial, no la que nos enseñan, sino la que se nos oculta, veremos que las luchas por la democracia en este país siempre se hicieron a contracorriente del PRI. Así fue con el vasconcelismo en 1929, el almazanismo en 1940 y el henriquismo en 1955.
Suele decirse que la “guerra sucia” empezó en los años 60-70, cuando lo cierto es que inició mucho antes, en 1929 cuando se creó el PNR. Y desde entonces se hizo para sostener al PRI y “defenderlo” no solamente de los guerrilleros y los terroristas sino de todos los luchadores de la democracia.
¿Está en la lista de homenajes oficiales la conmemoración de los muertos y perseguidos durante el priísmo? ¿Los ciudadanos asesinados en Topilejo en 1930, los masacrados en el Zócalo el 7 de julio de 1940 y los caídos en la Alameda el 7 de julio de 1952? ¿Se ha preparado algún homenaje para Rubén Jaramillo, Othón Salazar o Demetrio Vallejo. Y para los que no eran grandes dirigentes pero sacrificaron sus vidas, como Germán del Campo y Marco Antonio Lanz Galera, o como los estudiantes muertos en Tlatelolco en 1968?
Lo peor no es que nadie los recuerde sino que hoy la “guerra sucia” en contra de la democracia persiste, así se haga de otro modo. Sus enemigos de siempre, los mismos que velan sus armas para volver, se aplican ahora a frenar todo intento de avance democrático, a obstaculizar cuanta iniciativa se presenta para hacer realidad la transición, el cambio de régimen, que sigue siendo a estas alturas, a pesar de más de 9 años de gobiernos panistas, una asignatura pendiente y casi casi cancelada.
Lo que a este país le hace falta es un profundo proceso revisionista de sus héroes y sus gestas. Un proceso que no puede reducirse a corregir la nomenclatura de muchas calles y el montón de estatuas que inundan nuestro territorio, pero que sí sería un buen comienzo. Lo que necesitamos es limpiar nuestro pasado, desentrañar las grandes mentiras nacionales, superar ese criterio que hace de la historia un elemento de legitimación partidista o gobiernista, y empezar a usarla para lo que debe ser: para hacer conciencia ciudadana y empujar el progreso.
Lo he dicho muchas veces en este mismo espacio. Que para empezar a resolver nuestra interminable transición, México necesita de un ejercicio de memoria histórica para abrirle paso a la verdad de su pasado, primera condición para construir el futuro. Para eso debieran de servir los festejos. ¿O no?

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