miércoles, 11 de enero de 2012

EL ¿NUEVO? DISCURSO DE AMLO

Hablábamos la semana anterior acerca del discurso panista, del que en los últimos años ha caracterizado a los panistas, bien como gobernantes, bien como candidatos; un discurso divisionista, confrontador, polarizante; azuzador de las discordias y los odios entre los mexicanos, que emplearon eficazmente en 2006 para elevar las posibilidades de la candidatura calderonista, y emplean hoy Josefina Vázquez Mota, Ernesto Cordero y Santiago Creel, igual, para elevar sus raquíticas posibilidades de competir.
El problema de ese discurso, decíamos, alimentado de manera irresponsable por quienes insisten en que la guerra del narco es guerra de partidos, es que ya le ha costado muy caro al país. Y sostenerlo, más que irresponsable resulta peligroso, habida cuenta de que México enfrenta la peor crisis de los años recientes. La peor porque se trata no sólo de una crisis económica y social severa sino que es, además moral, de credibilidad y de ética pública. Y de no ser que se retome el rumbo, o mejor aún que se abra un nuevo camino donde se privilegien los valores humanos y sociales, el costo y las consecuencias pueden ser mayores.
Todo esto viene a colación por lo que ha sido calificado por algunos como “el nuevo discurso de AMLO”. Un discurso de reconciliación, tolerante, moderado, incluyente, que tiene confundidos a quienes insisten en pelear, y francamente molestos a quienes lo siguen viendo como “un peligro”… para sus aspiraciones.
La discusión, la de ellos, se centra por supuesto en si se debe creer el “cambio de López Obrador o no”, llegando al extremo de decir que es el mismo lobo sólo que se está disfrazando de oveja, reiterando las comparaciones con Hugo Chávez, con Hitler y con Mussolini.
Más allá de la inutilidad de la retórica que insiste en demonizar al contrincante, cuando es un hecho que la realidad ha probado lo contrario (me refiero a que el tan cacareado “peligro” no fue tal), yo sí creo que el AMLO de 2012 es distinto al AMLO de 2006. ¿Por qué? Sencillamente porque las condiciones del país son distintas y también porque López Obrador lo ha sabido leer así. Pero además porque, contra todo pronóstico, la experiencia de lo que pasó hace 6 años hizo mella, sí pesó en los cálculos y la estrategia de quien aspira por segunda ocasión a la presidencia, y no precisamente por capricho.
Repito lo que decía arriba: la realidad lo demostró. Hace 5 años se insistía: “va a incendiar al país”, y en cambio de eso, armó un movimiento de resistencia civil que, como bien se jacta él mismo, no dejó ni un solo vidrio roto a pesar de días y días de marchas, plantones, protestas y movilizaciones. “Va a desconocer las instituciones” se decía, y no obstante eso, lejos de acaudillar una revuelta construyó pacientemente, diligentemente, muchas veces a contracorriente, su segunda candidatura presidencial. Todavía hace meses, cuando se proclamaba a voz en cuello que las alianzas con el PAN habían llegado para quedarse, no se cansaban de repetir: “AMLO es predecible”, “va a salirse del PRD, va a romper la unidad de la izquierda”; y sin embargo, ni rompió con nadie ni las alianzas llegaron para quedarse. “Es que no va a aceptar someterse a la prueba de las encuestas para elegir al candidato de la izquierda”, “se va a ir sólo con el PT y con Convergencia” se aseguraba; pero no sólo aceptó el reto sino que –algo inusitado en un líder mexicano, y más de la izquierda- aceptó arriesgar su capital político y con él su presencia en las boletas, a pesar de que efectivamente, tanto el PT como MC, antes Convergencia, con gusto lo hubieran llevado como su candidato. Y lo último: “No va a sumar a nadie que no sea adicto, mucho menos va a reconciliarse con la corriente Nueva Izquierda”; y sin embargo lo hizo, ha estado armando un equipo amplio de campaña y se sentó además en una misma mesa con aquellos que marcaron clara distancia de él después del 2006.
Son todas estas señales de cambio obvias. Pero hay más, y una de las más interesantes es sin duda, su discurso. El mismo lo explicó así: “No es lo mismo el discurso de las plazas públicas”. Y en este entorno, y en este nuevo contexto lanza lo que a todas luces es un reto mercadológico pero sobre todo ideológico-político: “la república amorosa”. Contra el discurso del odio, del miedo, de la república confrontada que prevalece desde 2006.
Es curioso el choteo conque algunos comentaristas quieren presentarlo. A simple vista, a lectura rápida, pudiera parecerlo pero la verdad es que la construcción de una patria amorosa, de una república amorosa, capaz de cobijar a todos los mexicanos y hacerles justicia, es un discurso muy viejo, que data de nuestros padres fundadores, de los años en que se estaba apenas planteando nuestra Independencia. Y por cierto que pervivió hasta bien entrado el siglo XIX con la generación de los liberales. Es decir, que el concepto no es copia de Chávez, y ni siquiera de Lula (quien empleó como slogan de su campaña el de “Amor y Paz”). Si revisamos los primeros manifiestos y decretos de Miguel Hidalgo y José María Morelos lo vamos a encontrar ahí. Es concepto recurrente en los textos de hombres como Ignacio López Rayón y José María Cos, en particular el Bando de éste último, del 13 de enero de 1813 “sobre las medidas para lograr la independencia”, adonde se lamentaba de que “no se ha dado oído a nuestras pretensiones” de reconciliación nacional. Y hasta hablaba de una república no sólo de amorosa sino cristiana, y no para instaurar el poder teocrático sino para lo contrario, para combatir al mal clero e instaurar los valores humanos de una patria liberal, democrática, al cuidado de sus ciudadanos.
E igual en las menos doctas proclamas de Vicente Guerrero. Su manifiesto Patriótico de 1821, por ejemplo, el cual contiene su “Llamado a la unión, contra la existencia de partidos”, preámbulo de su un tanto ingenuo pacto con Agustín de Itubide para lograr la independencia nacional. Por no hablar de Ignacio Ramírez quien todavía tenía al respecto una interpretación mucho más profunda: la identificación de la causa republicana, de la causa liberal, con nuestros orígenes mesoamericanos, con la idea de la diosa madre “proveedora y amorosa”, llámese Cuerauáperi, Tlaltecutli o Tonantzin, para lo cual conviene leer su discurso del 16 de septiembre de 1861, que pronunció en la Alameda Central, una interesantísima disertación sobre el amor y la causa de Hidalgo.
Ellos hablaban, hay que aclararlo, de la verdadera reconciliación nacional, no de una unidad forzada o producto del chantaje sino de aquella que se logra mediante el respeto a los principios pero que sobre todo está fincada en algo muy escaso en nuestros días, la autoridad moral de los convocantes, sean líderes y gobernantes.
Sin excluir, claro, otro concepto, reiterativo en los discursos de los políticos progresistas decimonónicos: la felicidad. La máxima aquella de que: “No hay mejor gobierno que aquél que hace felices al mayor número de individuos; ni lo hay peor que el que a título de sostener su autoridad, aumenta el número de los desdichados” (El Semanario Patriótico Americano, 1812).
El problema es que estas palabras, en realidad metas y objetivos del ”buen gobierno”, se olvidaron con el tiempo. Se sustituyeron por otras más sofisticadas como “desarrollo”, “progreso”, “eficacia”… Y es tiempo de rescatarlas.
A la masa obradorista le preocupa que su líder no vaya a estar claudicando, que se le pase la mano y sea demasiado “blando”. La evocación de estos conceptos puede ser una demostración de que no es así, aunque falta la explicación que ya AMLO ha prometido en enero sobre lo que en realidad quiere decir.
En todo caso, lo grave no es tanto que AMLO esté cambiando su discurso, pues estos cambios se están traduciendo en mayor competitividad electoral; sino que quien sí no ha cambiado nada en estos 5 años es Felipe Calderón y la mayoría de los panistas, que quieren volver a pelear sucio y ganar al costo que sea.

Publicado en Unomasuno el 13 de diciembre de 2011.

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