Decíamos la semana anterior
que las primeras elecciones en nuestro país, cuando todavía era Nueva España,
fueron fraudulentas o por lo menos sospechosas de serlo. Virginia Guedea, en un
interesante estudio publicado hace años refiere cómo en las primeras elecciones
“populares” que se llevaron a cabo en la capital del virreynato, entre 1812 y
1813, ni siquiera se contó con un padrón electoral pero además que ahí comenzó
la costumbre de que muchos de los votantes presentaran por escrito los nombres
de sus candidatos, y que una gran cantidad de esas papeletas fueron de un mismo
tamaño y letra, por lo que se infiere que hubo fraude, si bien fueron los
resultados los que pusieron de manifiesto la manipulación de los mismos, por
los que las autoridades decidieron la suspensión temporal del proceso.
Y en el tránsito a la
independencia no sólo fueron fraudulentas sino descaradamente autoritarias. Agustín
de Iturbide se erigió en elector único del primer gobierno independiente, la Junta Provisional Gubernativa,
y en las siguientes elecciones, las que fueron para elegir al Congreso Constituyente
de 1822 que sustituiría a la
Junta, volvieron a repetirse las anomalías. Unos diputados fueron
electos de acuerdo a la Constitución
española, otros de acuerdo a la convocatoria de la Junta Provisional y otros por
mero nombramiento, de Iturbide desde luego.
Empero, conforme el tiempo
transcurría se fortalecía la idea de la República y en cambio la idea de la monarquía
perdía rápidamente adeptos. Se formó el partido republicano, entre otros integrado
por Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero. Iturbide empezó a
perder poder; y para hacerse popular llegó hasta a decir que se iba a la vida privada
antes que aceptar ser emperador. Por supuesto era puro discurso, pues
paralelamente a esto alentó la formación del partido iturbidista con Antonio
López de Santa Anna y Anastasio Bustamante, entre otros, y apoyado por el
clero, el ejército y la alta burocracia armó su proclamación por un regimiento
que estaba cantonado en San Hipólito encabezado por un sargento adicto, el
tristemente célebre Pío Marcha.
Fue el 18 de mayo de 1822.
Las tropas azuzadas por sus superiores se lanzaron a la calle gritando ¡Viva Agustín
I! Parecía una espontánea aclamación popular y los políticos se espantaron. El
Congreso votó casi de inmediato a favor de hacerlo emperador. Nada menos que Valentín
Gómez Farías fue el que presentó la moción.
El hecho es que Iturbide gobernó
para las clases aristócratas, para sostener el viejo orden virreynal. Lo hizo
en nombre de “la unidad nacional” y sólo gestó la división nacional. Era un
autócrata cínico, pragmático sin ideales ni color. Eliminó la libertad de
prensa, metió a la cárcel a los diputados rebeldes y acabó disolviendo el
Congreso pero finalmente perdió el control y cayó, en 1823. Entonces el Congreso
se reinstaló y eligió a un poder ejecutivo compuesto por Bravo, Victoria y Celestino
Negrete, aunque quienes gobernaron por estar ausentes estos fueron Mariano Michelena,
Miguel Domínguez y Guerrero. Fue el arribo, al fin, de los insurgentes y los
partidarios de la independencia como la concibieron Miguel Hidalgo y José María
Morelos. ¡Dos años nos llevó empezar a conjurar los efectos de la “gran coalición”
diseñada en La Profesa!
Promulgada la Constitución
republicana, vino la elección de nuestro primer presidente. Había tres
candidatos: Victoria, Guerrero y Bravo. En ese tiempo, existía la
vicepresidencia; el que tuviese más votos era presidente y el siguiente en
preferencias vicepresidente. Ganó Victoria, y el vicepresidente fue Bravo, masón escocés. Victoria era
yorkino, y federalista. Bravo centralista. Un ejemplo claro de lo que hoy
llaman “cohabitación política” o gobierno de coalición, el ideal de la señora
Vázquez Mota y aquellos que quieren que nada cambie.
Para sentirse “seguro”
Victoria optó por un gobierno de "conciliación", para conformar a
todos los partidos, por lo cual integró su primer gabinete con miembros prominentes
de las diferentes facciones. Un error –“bobería” le llamó Carlos María
Bustamante- que lo dejó prácticamente paralizado; así que apenas si logró
sobrevivir a su término legal, existiendo en condiciones sumamente difíciles,
en medio del bloqueo de unos contra otros, desbordado por múltiples revueltas y
asonadas, que además culminaron en dos elecciones fraudulentas consecutivas, la
del 1826 y la presidencial de 1828.
El programa de los Yorkinos
era el federalismo, la república, la educación pública gratuita y el reparto de
tierras. Así como la amistad con los Estados Unidos. Esto en contra de los
Escoceses que defendían el centralismo, la monarquía, la preponderancia
política del clero y el acercamiento con Europa. Y se debe a esa lucha entre masones la siguiente
elección fraudulenta de nuestra historia, la de 1826, que fue para elegir los
congresos estatales que dos años después iban a tener la facultad de elegir a
su vez a nuestro segundo presidente. Según Michael P. Costeloe esas elecciones
fueron en muchos aspectos “artificiosas” y pusieron de manifiesto “una agudeza
política y una habilidad tal vez inesperadas”.
Se refiere Costeloe a que esas elecciones
inauguraron una serie de prácticas que luego serían muy comunes pero no por
ello menos condenables. Como tanto a los yorkinos como a los escoceses les
interesaba asegurarse el poder, no repararon en recursos. Cada logia adoptó su
estrategia para atraer votantes. Los yorkinos aprovecharon el descontento
general con los españoles para acusar a los escoceses de querer volver a poner
al país al servicio de la corona española y los escoceses por su parte, que no
se atrevían a atacar a los yorkinos por sus ideas, muy populares, de democracia
y federalismo, emprendieron contra ellos una guerra sucia que alcanzó hasta la
vida privada de los candidatos. Al final no hubo debate de ideas sino una
competencia de insultos y ataques personales. Por si fuera poco, unos y otros
enviaron delegados por todo el país generosamente provistos de fondos para
coaccionar y comprar electores y unos y otros también mandaron imprimir boletas
con el nombre de sus candidatos y daban dinero a cambio de que los ciudadanos
las usaran para votar. Como los yorkinos controlaban el gobierno, los empleados
gubernamentales fueron amenazados con el despido si no votaban por sus
candidatos. Además, el día de las elecciones apostaron a sus secuaces cerca de
los lugares de votación y compraban las listas de los escoceses, y a los que se
negaban los echaban con insultos de las mesas de votación. Carlos María
Bustamante decía que fue tal el mercadeo de votos que varios votantes llegaron
a celebrar subastas en las calles para vender su voto al mejor postor y que, ya
en el extremo, hombres
armados andaban recogiendo las listas de los votantes.
No por nada Francisco de Paula y Arrangoiz
describió así nuestras primeras elecciones: “En México, donde no hay opinión
formada en el pueblo; donde las elecciones primarias se hacen al arbitrio de
los comisionados para formar los padrones, y las de segundo y tercer grado son
el resultado de las intrigas que se ponen en ejercicio con los electores
primarios y secundarios, el sistema representativo es una verdadera farsa, muy
costosa para el país algunas veces. Así es que cada partido tiene a mano sus
diputados y senadores: como en el teatro sucede, se sabe con anticipación
quiénes son los actores, cuáles los primeros galanes, los graciosos y los
bufones, que de todo hay en los Congresos”.
Lo más lamentable es que,
como está a la vista, muchas de esas prácticas se mantienen mejoradas y
sofisticadas, gracias a la tecnología, hasta nuestros días.
El hecho es que México ha
transitado buena parte de su historia, si no es que toda, batallando contra esa
jettatura.
Publicado en Unomasuno el 17 de abril de 2012.
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